Bernardita aún guarda las cartas de Emil
Weffling. Los otros días las encontró en un cajón mientras buscaba otra cosa.
Estaban descoloridas por el paso del tiempo y bastante deterioradas, como si
ellas también hubiesen estado en la guerra. A las más dañadas las había pegado
con cinta para que no se perdiera el mensaje que había sobrevivido a tantos
años. Ya había perdido la cuenta cuantos.
Emil, o Bill, o Billy, hasta Emilio
algunas veces, como firmaba según su estado de ánimo, había nacido en Arizona,
Baja California, en una tribu indígena el 5 de enero de 1920. Ella nunca lo conoció
personalmente. Toda la comunicación que tuvieron fue por escrito, con la ayuda
de alguna foto que hacía que ella pudiera imaginarse los gestos o movimientos
de la cara mientras leía las líneas en letra cursiva, siempre pareja y prolija,
reflejando tranquilidad y seguridad. A Bernardita le llamaba la atención,
además, la claridad con la que Emil redactaba en Español, idioma que no era el
suyo. Ni siquiera conoció su voz, pero casi podía escucharla en las noches que
pensaba en él, mirando quizás el mismo cielo, que los conectaba desde donde él
estuviera, en altamar o en alguna ciudad lejana donde había llegado su barco. Ella
podía imaginar esos remotos lugares con solo cerrar los ojos y leyendo, al lado
de la fecha de cada carta, el origen de donde provenía la misma: Malaya, Océano
Índico, Filipinas, Japón, Mar de Arabia, Líbano, Rótterdam, Brasil, Atlántico
Norte, entre otros tantos. Su mente viajaba de un lado a otro en un mapa
inexistente, recorriendo mares, sorteando tormentas, escuchando el cantar de
sirenas melancólicas, visualizando noches estrelladas que se confundían con el
horizonte, con el ruido de la estela del barco como fondo de esas imágenes.
Pero bastaba con abrir los ojos para que todo se esfumara y encontrarse sentada
en su habitación con la carta en la mano y sólo el perfume que pudo haber
dejado el tacto del escritor sobre el sedoso papel.
Emil fue soldado en la segunda guerra
mundial, pero por el tiempo que habían empezado a escribirse ya habían pasado
siete años desde que había terminado la guerra y en ese momento era marino en
un barco que viajaba por el mundo llevando combustible.
Todo
nació cuando empezaron a intercambiar postales, revistas, libros y estampillas
a través de un club en común, del que él era uno de los coordinadores. Ambos compartían
ese hobbie. Y así, Bernardita comenzó a recibir información sobre la cultura de
los distintos países donde anclaba su barco, y ella le enviaba material de la Argentina. Llegó
a remitirle, entre otras tantas cosas, el “Martín Fierro” en edición rústica,
que él mismo le había pedido.
Los tiempos se hacían eternos para esperar
cada respuesta ya que él las despachaba cada vez que llegaba a un puerto y las
cartas salían vía marítima o aérea, según donde estuviera y con las distancias
que esto implicaba. A veces, la correspondencia de Bernardita quedaba, hasta
meses en algún país hasta que el barco de Emil arribara y el agente que
correspondía se las entregara, o era enviado a otro porque el recorrido del
barco había cambiado a último momento. Entonces, el sobre llegaba cargado de
distintos sellos postales que cubrían su frente.
Con el paso del tiempo, empezaron a
confesarse ciertas intimidades que fueron haciendo el trato cada vez más cercano,
aunque sólo en las últimas cartas llegaron a tutearse. Entonces, junto con las
revistas de moda o de cine que él le enviaba ella encontraba pañuelos o medias
de seda que el marino había comprado, quizás en Singapur, Noruega o alguna
ciudad exótica de Asia.
Entre sus proyectos, ella le contaba, estaban el de ser doctora, sueño
que seguramente quedaría truncado por la firme oposición de su familia y él
dejaba entrever su influencia religiosa de cuando estuvo estudiando en un
monasterio durante dos años para ser sacerdote, satisfaciendo el deseo de su
madre, lo que no perduró en el tiempo cuando descubrió que su vocación era
otra.
Las
vicisitudes de la segunda guerra también aparecían en las cartas. Así, dejó
testimonio en el liviano papel de sus aventuras en el Pacífico, como cuando
tuvo que aplicar la extremaunción a compañeros que morían, haciendo honor a sus
tiempos de sacerdote, o cuando en Rendova hubo de estrangular enemigos con sus
propias manos o matarlos a golpes o cuchilladas, o cuando en la retirada de
Bataán, en Filipinas, estuvo agazapado en un hoyo con el agua a la cintura y
con el cadáver de un japonés lleno de gusanos pudriéndose a medio metro suyo,
alimentado a chocolate y barro, esperando cuatro días y cuatro noches a que se
fuera la patrulla japonesa y poder volver a reunirse con la armada
norteamericana.
Aunque disfrutaban esta relación a la
distancia, los dos imaginaban su destino, pero seguían el juego, como si
estuvieran filmando una película, porque sabían que cuando terminara, cada
actor volvería a su casa a seguir con su vida. Sabían que nunca se
encontrarían, que nunca llegarían a tocarse, o decirse palabras de amor al
oído, como el común de los enamorados. Y
Bill lo dejaba ver en sus líneas: “…como todo mundo quimérico no podrá ser
nuestro realmente pues bien sabes que Dios nos ha conducido hacia él, pero
jamás podremos vivir en ese mundo” y en otras delataba, con un dejo de palpable
tristeza, la incertidumbre en la vida de un marino, “morimos antes de empezar a
vivir”…”sólo tú sabes de cuál, casi seguro, será mi fin”.
Porque Emil, además, estaba amenazado de
muerte. Tenía un pequeño trozo de granada que había entrado por su hombro
izquierdo en una batalla en 1944, y ahora, con el tiempo, se había trasladado,
quedando alojado a milímetros de su corazón. Una operación podría costarle la
vida y de no operarse el metal seguiría moviéndose con un desenlace fatal e
inevitable. “Mi espada de Damocles está descendiendo paulatinamente sobre mi
cabeza”, le manifestaba. Tres años más de vida, le habían pronosticado. Sólo
ese tiempo. Un pequeño lapso en el que debería organizar el resto de lo que le
tocaba vivir de la mejor manera posible. Era como si le adelantaran el final de
un libro sin haber leído la parte más importante.
Su ansiedad por conocer a Bernardita era
lo que lo mantenía esperanzado, “…ahora que quiero vivir para compartir nuestro
amor, tengo que morir y morir sin luchar…”. Viendo la evolución en las
constantes radiografías que le tomaban en el hospital, los médicos no podían
creer que la esquirla no hubiera llegado antes a su destino final, “debe estar
enamorado”, le decían.
Su esperanza residía en que alguna vez se
encontraran y esas manos que antes habían tomado una pluma para enviarle su
mensaje de amor a través de los mares, fueran las que quitara ese fragmento de
metal de su pecho, siendo ya doctora. Pero el tiempo apremiaba y la distancia
no los favorecía.
Las
palabras de las últimas cartas recibidas fueron las siguientes: “vamos, mi
amiga, a ver si me promete que será doctora y le juro que entonces tentaré la
suerte, la remota posibilidad que tengo y dejaré que sus manos sean las que me
operen…cuántos años más me da usted? No de vida, sino para recibirse…”
Bernardita dejó de escribirle. Quizás por
el dolor que le causaba no poder cumplir con él, y con ella misma. Quizás por la nostalgia que
le provocaba la distancia, las palabras escritas entre sus manos y el olor de
la tinta sobre el papel sedoso. Porque en definitiva, sabía, que muy pronto,
cada actor volvería a su casa.
Y hoy, tocando esas palidecidas cartas y
releyendo una vez más esas líneas que escribió el marino desconocido, vuelve
atrás en el tiempo y en el espacio, y siente lo mismo que hace más de cincuenta
años, con la ilusión, quizás, de poder inventar otro final para su película,
una película de amor en tiempos de guerra.
Publicado
en el libro “Sentate que te cuento”- Ed. De los cuatro vientos- Bs. As. 2009
1 comentario:
Excelente, Bea. ! Como siempre sabes expresar momentos y sentimientos!👏👏👏💞
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