POESÍA. NARRATIVA. INFORMACIÓN LITERARIA. CONCURSOS. AUTORES CLÁSICOS Y NÓVELES


Puedes pedir los libros de la autora al mail: beamarchisone@gmail.com (envíos a todo el país)

LIBROS PUBLICADOS POR LA AUTORA
(poesía y narrativa)
"DE LOS HIJOS" (2014)- Ediciones Mis Escritos (Bs. As.)

Rincones y Acuarelas I (Poesía) -2019- La Imprenta digital (Bs. As)

Rincones y Acuarelas II (Narrativa)- 2019- La Imprenta digital (Bs. As.)

Los encontrarás:
En Rafaela (Santa Fe): en Librerías "EL SABER", "PAIDEIA" y "FABER".
En San Francisco (Córdoba): en Librería "COLLINO"
y en otras librerías del país.

viernes, 14 de febrero de 2020

"El amor en tiempos de guerra" (De la autora)- Basado en una historia real


      Bernardita aún guarda las cartas de Emil Weffling. Los otros días las encontró en un cajón mientras buscaba otra cosa. Estaban descoloridas por el paso del tiempo y bastante deterioradas, como si ellas también hubiesen estado en la guerra. A las más dañadas las había pegado con cinta para que no se perdiera el mensaje que había sobrevivido a tantos años. Ya había perdido la cuenta cuantos.
     Emil, o Bill, o Billy, hasta Emilio algunas veces, como firmaba según su estado de ánimo, había nacido en Arizona, Baja California, en una tribu indígena el 5 de enero de 1920. Ella nunca lo conoció personalmente. Toda la comunicación que tuvieron fue por escrito, con la ayuda de alguna foto que hacía que ella pudiera imaginarse los gestos o movimientos de la cara mientras leía las líneas en letra cursiva, siempre pareja y prolija, reflejando tranquilidad y seguridad. A Bernardita le llamaba la atención, además, la claridad con la que Emil redactaba en Español, idioma que no era el suyo. Ni siquiera conoció su voz, pero casi podía escucharla en las noches que pensaba en él, mirando quizás el mismo cielo, que los conectaba desde donde él estuviera, en altamar o en alguna ciudad lejana donde había llegado su barco. Ella podía imaginar esos remotos lugares con solo cerrar los ojos y leyendo, al lado de la fecha de cada carta, el origen de donde provenía la misma: Malaya, Océano Índico, Filipinas, Japón, Mar de Arabia, Líbano, Rótterdam, Brasil, Atlántico Norte, entre otros tantos. Su mente viajaba de un lado a otro en un mapa inexistente, recorriendo mares, sorteando tormentas, escuchando el cantar de sirenas melancólicas, visualizando noches estrelladas que se confundían con el horizonte, con el ruido de la estela del barco como fondo de esas imágenes. Pero bastaba con abrir los ojos para que todo se esfumara y encontrarse sentada en su habitación con la carta en la mano y sólo el perfume que pudo haber dejado el tacto del escritor sobre el sedoso papel.
     Emil fue soldado en la segunda guerra mundial, pero por el tiempo que habían empezado a escribirse ya habían pasado siete años desde que había terminado la guerra y en ese momento era marino en un barco que viajaba por el mundo llevando combustible.
     Todo nació cuando empezaron a intercambiar postales, revistas, libros y estampillas a través de un club en común, del que él era uno de los coordinadores. Ambos compartían ese hobbie. Y así, Bernardita comenzó a recibir información sobre la cultura de los distintos países donde anclaba su barco, y ella le enviaba material de la Argentina. Llegó a remitirle, entre otras tantas cosas, el “Martín Fierro” en edición rústica, que él mismo le había pedido.
     Los tiempos se hacían eternos para esperar cada respuesta ya que él las despachaba cada vez que llegaba a un puerto y las cartas salían vía marítima o aérea, según donde estuviera y con las distancias que esto implicaba. A veces, la correspondencia de Bernardita quedaba, hasta meses en algún país hasta que el barco de Emil arribara y el agente que correspondía se las entregara, o era enviado a otro porque el recorrido del barco había cambiado a último momento. Entonces, el sobre llegaba cargado de distintos sellos postales que cubrían su frente.
     Con el paso del tiempo, empezaron a confesarse ciertas intimidades que fueron haciendo el trato cada vez más cercano, aunque sólo en las últimas cartas llegaron a tutearse. Entonces, junto con las revistas de moda o de cine que él le enviaba ella encontraba pañuelos o medias de seda que el marino había comprado, quizás en Singapur, Noruega o alguna ciudad exótica de Asia.
     Entre sus proyectos, ella le contaba, estaban el de ser doctora, sueño que seguramente quedaría truncado por la firme oposición de su familia y él dejaba entrever su influencia religiosa de cuando estuvo estudiando en un monasterio durante dos años para ser sacerdote, satisfaciendo el deseo de su madre, lo que no perduró en el tiempo cuando descubrió que su vocación era otra.    
     Las vicisitudes de la segunda guerra también aparecían en las cartas. Así, dejó testimonio en el liviano papel de sus aventuras en el Pacífico, como cuando tuvo que aplicar la extremaunción a compañeros que morían, haciendo honor a sus tiempos de sacerdote, o cuando en Rendova hubo de estrangular enemigos con sus propias manos o matarlos a golpes o cuchilladas, o cuando en la retirada de Bataán, en Filipinas, estuvo agazapado en un hoyo con el agua a la cintura y con el cadáver de un japonés lleno de gusanos pudriéndose a medio metro suyo, alimentado a chocolate y barro,  esperando cuatro días y cuatro noches a que se fuera la patrulla japonesa y poder volver a reunirse con la armada norteamericana.
          Aunque disfrutaban esta relación a la distancia, los dos imaginaban su destino, pero seguían el juego, como si estuvieran filmando una película, porque sabían que cuando terminara, cada actor volvería a su casa a seguir con su vida. Sabían que nunca se encontrarían, que nunca llegarían a tocarse, o decirse palabras de amor al oído, como el común de los enamorados.  Y Bill lo dejaba ver en sus líneas: “…como todo mundo quimérico no podrá ser nuestro realmente pues bien sabes que Dios nos ha conducido hacia él, pero jamás podremos vivir en ese mundo” y en otras delataba, con un dejo de palpable tristeza, la incertidumbre en la vida de un marino, “morimos antes de empezar a vivir”…”sólo tú sabes de cuál, casi seguro, será mi fin”.
     Porque Emil, además, estaba amenazado de muerte. Tenía un pequeño trozo de granada que había entrado por su hombro izquierdo en una batalla en 1944, y ahora, con el tiempo, se había trasladado, quedando alojado a milímetros de su corazón. Una operación podría costarle la vida y de no operarse el metal seguiría moviéndose con un desenlace fatal e inevitable. “Mi espada de Damocles está descendiendo paulatinamente sobre mi cabeza”, le manifestaba. Tres años más de vida, le habían pronosticado. Sólo ese tiempo. Un pequeño lapso en el que debería organizar el resto de lo que le tocaba vivir de la mejor manera posible. Era como si le adelantaran el final de un libro sin haber leído la parte más importante.
     Su ansiedad por conocer a Bernardita era lo que lo mantenía esperanzado, “…ahora que quiero vivir para compartir nuestro amor, tengo que morir y morir sin luchar…”. Viendo la evolución en las constantes radiografías que le tomaban en el hospital, los médicos no podían creer que la esquirla no hubiera llegado antes a su destino final, “debe estar enamorado”, le decían.
     Su esperanza residía en que alguna vez se encontraran y esas manos que antes habían tomado una pluma para enviarle su mensaje de amor a través de los mares, fueran las que quitara ese fragmento de metal de su pecho, siendo ya doctora. Pero el tiempo apremiaba y la distancia no los favorecía.       
     Las palabras de las últimas cartas recibidas fueron las siguientes: “vamos, mi amiga, a ver si me promete que será doctora y le juro que entonces tentaré la suerte, la remota posibilidad que tengo y dejaré que sus manos sean las que me operen…cuántos años más me da usted? No de vida, sino para recibirse…”
     Bernardita dejó de escribirle. Quizás por el dolor que le causaba no poder cumplir con él,  y con ella misma. Quizás por la nostalgia que le provocaba la distancia, las palabras escritas entre sus manos y el olor de la tinta sobre el papel sedoso. Porque en definitiva, sabía, que muy pronto, cada actor  volvería a su casa.
     Y hoy, tocando esas palidecidas cartas y releyendo una vez más esas líneas que escribió el marino desconocido, vuelve atrás en el tiempo y en el espacio, y siente lo mismo que hace más de cincuenta años, con la ilusión, quizás, de poder inventar otro final para su película, una película de amor en tiempos de guerra.
    
Publicado en el libro “Sentate que te cuento”- Ed. De los cuatro vientos- Bs. As. 2009

1 comentario:

Sonrisa dijo...

Excelente, Bea. ! Como siempre sabes expresar momentos y sentimientos!👏👏👏💞