—¡Es lluvia...! —dijeron unos.
—¡Es nieve…! —dijeron otros.
—¡Es dulce…! —dijeron los niños que, como todos los niños del mundo,
eran muy curiosos y se la habían llevado a la boca.
—¡Tiene gusto a frutilla! —dijeron unos.
—¡Tiene sabor a ananá! —dijeron otros.
—¡Es como chocolate blanco! —dijeron los niños que, como todos los niños
del mundo, nunca se equivocan.
La verdad es que era nieve, nieve que caía en copos tenues, blanda,
plena de mansedumbre. Nieve con sabor a helado de frutas, y a chocolate blanco.
Esa tarde de verano, pesada y caliente, el sol se había ocultado
temprano detrás de un espeso colchón de nubes bajas.
—¡Tormenta de tierra! —habían dicho unos.
—¡Lluvia segura! —habían dicho otros.
—¡Haremos barquitos de papel! —dijeron los niños, que como todos los
niños del mundo, solo pensaban en jugar.
Pero no había sido tormenta de tierra, ni lluvia de verano, ni los niños
habían podido hacer navegar sus barquitos de papel. El pueblito serrano,
escondido en el valle, se vio cubierto, en la plácida media tarde de enero, por
inesperados copos de nieve. Nieve, nieve espesa, nieve blanca, nieve pura… pero
con sabor a frutas. Y a helado de chocolate blanco. Y que, además, no se
derretía por el calor; por lo contrario, un agradable aire fresco se movía
entre los copos, con reminiscencia de invierno.
El telegrafista de la oficina de correos quiso telegrafiar a todo el
mundo el milagro que estaba sucediendo. Pero no pudo: algo andaba mal. Tampoco
pudo utilizar otros medios: algo estaba fallando. “Debe ser por la nieve”, pensaron. Y salieron a la puerta: no querían
perder el espectáculo. La calle ya estaba tapizada por diez centímetros de
blancura.
Hacia el ocaso, el pueblo era una fiesta. Chicos y grandes hicieron
muñecos de nieve, jugaron con pelotas de nieve, comieron helados de nieve.
—¡Milagro! —decían unos.
—¡Ciencia! —decían otros.
—¡Juguemos! —decían los niños, con las bocas llenas de dulzura, como las
bocas de todos los niños del mundo.
Al caer la tarde, el pueblo todo estaba blanco de blancura de nieve.
—¿Y si esto sigue? —preguntaron unos.
—¿Cómo saldremos de aquí? —preguntaron otros.
—¡Que siga, que siga! —exclamaron los niños que, como todos los niños
del mundo, pensaban solo en la maravilla del presente.
A la mañana siguiente, la nevada continuaba. Las sierras se desdibujaban
en albas colinas distantes. El sol se manifestaba en una vaga claridad de
límites azulados. Un frío seco y casi palpable se adhería a las cosas. Y ya era
tarde… Era tarde para intentar salir del pueblo; era tarde para intentar salir
de las casas. Por dos motivos: por los dos metros de nieve que ocultaron las
calles y sellaron todas las puertas, y por una dulce somnolencia que se había
filtrado en los cuerpos y en las mentes de todos los habitantes del pueblito
serrano. En los animales, también…
Tres semanas después llegaron los
camiones. Enormes, con carrocerías blindadas. De ellos bajaron hombres que
vestían trajes como los de los astronautas, aunque no lo eran. En sus cabezas
portaban escafandras; espesos guantes cubrían sus manos, que empuñaban extraños
aparatos. En la espalda cargaban tubos de limpio oxígeno. De los camiones
bajaron, también, artefactos sofisticados, computadoras, cables, luces
portátiles, pequeños transportadores, muchas cajas, muchas órdenes.
En las laderas de las sierras, en los techos de las casas, en las
calles, en los jardines, podía observarse un manto muy blanco, como de blanca
ceniza. Las casa, adentro, estaban vacías. De tanto en tanto podía verse un
exiguo montoncito de ceniza gris.
—¡El Proyecto ha sido un éxito! —dijeron unos.
—¡Es el arma más rápida limpia, efectiva y eficaz! —dijeron otros.
—¡Es un día de gloria para nuestro Imperio! —exclamaron todos, al
unísono.
Los niños, nada dijeron. Allí no había ningún niño que se pusiera a llorar. |
A todos los niños del mundo que
sufren la guerra.
In memorian a los niños que,
alguna vez,
rieron, jugaron y lloraron
en Hiroshima
y Nagasaki.
Del Libro de cuentos “…Después”,
Primer Premio del Certamen Trienal de
Narrativa “Alcides Greca”
de la Secretaría de Cultura de la
Provincia de Santa Fe, 1988
Editorial Banco Bica, 1991
Mi mayor
alegría con este cuento (lloré al escribirlo) fue que muchas escuelas lo
utilizaron como texto; incluso hasta lo representaron. Me enviaron cartas… aún
me conmuevo: soy esencialmente docente. Amo verdaderamente a los niños, detesto
la guerra y las naciones y las personas que la provocan y realizan (R.F.)
(Argentina)
Rosita Fasolís nació en Rosario
(Argentina), lugar donde reside actualmente. Por su obra literaria ha recibido
numerosos premios, tanto a nivel local, nacional e internacional.
Aunque se define como “una docente”,
es en verdad una genial narradora con un estilo siempre fresco, incisivo y
atrapante.
2 comentarios:
Gracias, Beatriz, por publicar "como la nieve". Bellas ilustraciones. Pero... ¿por qué aparecen ciertos renglones como jeroglíficos?... Cariños. rosita.
Rosita:
en el blog no aparecen los jeroglíficos, quizás en su computadora haya algún programa diferente que no acepta los caracteres que utilizo yo. Lástima que no lo pueda ver completo. Un abrazo. Beatriz
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