La luz es como el agua, escrito originalmente en 1978, es el onceavo del compendio de doce cuentos escritos y redactados por Gabriel García Márquez a lo largo de dieciocho años, que conforman el libro llamado Doce cuentos peregrinos.
En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos
a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más
decididos de lo que sus padres creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas
navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de
Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio
para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso
quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella
pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante
y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían
ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más
reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo
dorado en la línea de flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el
almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la
escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños
invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron
llevarlo hasta el cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos
era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los
padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron
puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala.
Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla
rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces
cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas
de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza
mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios
domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un
botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el
grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la
noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres
regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme.
Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina.
Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote
de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran
tener además equipos de buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer
semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir
con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la
silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero
Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron
en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa
misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio
los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente,
mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento
hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los
muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años
se habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados
como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no
tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos
fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los
compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
-Es una prueba de madurez -dijo.
-Dios te oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La
Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz
que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los
balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran
avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta
del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá
y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos
niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que
aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en
la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la
cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para
bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de
mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga
iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los
preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y
el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el
último episodio de la película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó
estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara
puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los
tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella
polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete
compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de
geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de
burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella
de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había
rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el
Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la
Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y
vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron
maestros en la ciencia de navegar en la luz.
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