Muchas ciudades se destacan por sus
edificios, pero en Nueva York estos afloran como en un jardín del que ya no se
tiene control. Algunos quieren sobresalir más que otros como imponiéndose,
soberbios. Otros, proyectan su sombra con la complicidad del sol que busca por
dónde alumbrar a los transeúntes que circulan como hormigas, a sus pies. Están
los que con su sola presencia remueven nuestra mente porque
simbolizan una
película, como el Empire State Building, donde se filmó “King Kong”, “Sintonía
de amor” y otras tantas, o el Hotel Plaza, donde transcurrió la historia de “Mi
Pobre Angelito”; o los que disparan un nombre, como la Torre Trump, del actual
presidente de los Estados Unidos, ubicada justo donde se inicia Central Park, o
el edificio de Google, el del New York
Times, o la sede de la ONU. También están aquellos que se identifican por su
forma particular como el Chrysler Building, de estilo art decó, con las ventanas
triangulares en su torre; o los que nos sitúan en un momento determinado que quedó
marcado en nuestra vida por alguna emoción, como Las Torres Gemelas, aunque ahora
allí sólo queden los huecos; o el Madison Square Garden, donde transcurrieron
tantos eventos deportivos con algunos representantes de nuestro país. Las puntas, las torres, los cristales, las
cúpulas, las formas cóncavas o convexas, cúbicas, planas o circulares, nos
recuerdan constantemente que el hombre es capaz de proyectar, crear e idear más
allá de nuestra imaginación. Entonces, ante nuestros ojos, aparecen
representaciones y dimensiones que surgen de la necesidad de ganar espacio y a
su vez, impactar, casi como lo haría un artista, como es el caso de la majestuosa terminal de pasajeros llamada World Trade Center Transportation Hub,
que se sitúa en las inmediaciones de las Torres Gemelas, diseño del prestigioso
arquitecto español Santiago Calatrava,
y que utiliza la metáfora de una paloma blanca que alza sus alas para comenzar
a volar como gesto simbólico en homenaje a las víctimas del atentado del 11 de Septiembre. Y como si esto fuera poco, por las noches,
las luces se complotan con las formas para que la puesta en escena sea digna de
un gran espectáculo de Broadway. El neón en sus diversas manifestaciones viste
la ciudad que nunca duerme y hace que el transeúnte se fascine buscando abarcar
con su vista la maravillosa escenografía que tiene ante sus ojos. En ocasiones, los colores de la iluminación conmemoran ciertas fechas o acontecimientos, como el Empire State que se viste de rojo, verde y blanco en Navidad, o dibuja un corazón de luces en sus ventanas para San Valentín. Y aunque las construcciones se elevan tratando de alcanzar un pedazo de cielo, se expanden, invadiendo los espacios vacíos y se amontonan, desplazando al oxígeno necesario, de pronto aparece Central Park, recortando un rectángulo perfecto en el cemento, como un pulmón necesario y salvador. Es allí donde se concentran todos los pájaros, buscando un refugio natural, en medio de la ciudad que fluye, vibra, palpita, late en el ritmo de Times Square, en el corazón de sus habitantes y en la emoción de los turistas que se sorprenden en cada esquina. Mientras tanto, el jardín sigue creciendo, incontrolable. Con sus edificios altivos, imponentes, majestuosos; que son símbolo, metáfora, arte, escenario; que representan, albergan, cobijan, espejan. Pero sobre todo, que deslumbran los ojos del visitante ocasional, que hace que siempre desee volver.
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