Un viejo ermitaño fue invitado
cierta vez a visitar la corte del rey más poderoso de aquella época.
- Envidio a un hombre santo como tú, que se contenta con tan poco - comentó el soberano.
- Yo envidio a Vuestra Majestad, que se contenta con menos que yo - respondió el ermitaño.
- ¿Cómo puedes decirme esto, cuando todo el país me pertenece? - dijo el rey, ofendido.
- Justamente por eso. Yo tengo la música de las esferas celestes, tengo los ríos y las montañas del mundo entero, tengo la luna y el sol, porque tengo a Dios en mi alma. Vuestra Majestad, sin embargo, sólo posee este reino.
- Envidio a un hombre santo como tú, que se contenta con tan poco - comentó el soberano.
- Yo envidio a Vuestra Majestad, que se contenta con menos que yo - respondió el ermitaño.
- ¿Cómo puedes decirme esto, cuando todo el país me pertenece? - dijo el rey, ofendido.
- Justamente por eso. Yo tengo la música de las esferas celestes, tengo los ríos y las montañas del mundo entero, tengo la luna y el sol, porque tengo a Dios en mi alma. Vuestra Majestad, sin embargo, sólo posee este reino.
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