Tres mujeres, un camarógrafo, un ministro y seis
medialunas lograron que el último sábado de febrero fuera el día más ingrato de
mi vida. Fueron partícipes mi prima, su mejor amiga y mi novia. El resto de los
involucrados, incluidas las medialunas, contribuyeron, de una u otra manera, a
mi desgracia estival.
Desgracia que comenzó con el e-mail que recibí de Carolina, mi prima:
“Ricardo Amor: Mi mejor amiga, Julieta Hortensia del Río Miraflores, llega a la Argentina el diez de
marzo, en el vuelo 3120 de Iberia, que arriba a Ezeiza a las siete de la
mañana. Le dije que la ibas a recoger en el aeropuerto. Gracias, Amor, un
beso”.
Tres años, desde que emigró a España, que no la
veía a Carolina. No necesitaba verla para advertir que, a pesar de que requería
mi presencia en Ezeiza, le molestaba que fuera a recibir a su mejor amiga. De
no ser así, mi prima en el e-mail solo
hubiera escrito Ricardo. Ella sabía de mi vergüenza por Amor.
Mi molestia con mi prima habría sido enorme de
no haberme avisado con el tiempo suficiente para ponerle cualquier excusa a Margarita,
mi novia; y así brindarle, sin que nadie
me moleste, toda mi atención a del Río Miraflores. Con mi novia hace dos años
que salimos y, a pesar del esfuerzo que ella hace para sostener el noviazgo, no
podemos evitar que nuestra relación sea espasmódica: un mes nos juramos amor
eterno y fidelidad absoluta, juramento al que nunca adherí, al siguiente no nos
dirigimos la palabra; y así se suceden, sin solución, juramentos y silencios.
Margarita tiene tres problemas que realmente me preocupan, ya que en su terapia
no los puede resolver: es más alta que yo, es extremadamente celosa y conoce la
clave de ingreso a mi correo electrónico. Conocimiento que me llevó, cuando le
respondí el e-mail a mi prima para que
me diga cómo era Julieta, a pedirle que esa misma noche me llamara por teléfono.
El error que cometió mi pasión tornaba peligrosa la comunicación a través de
Internet.
Puntuales, como todos los viernes, a las diez
de la noche llegaron para jugar al tute cabrero Horacio, Gerardo, Eduardo y
Sebastián, con tres pizzas y seis botellas de cerveza. Mis amigos no se
interesaron por Julieta, como si para ellos recoger amigas de una prima fueran
acontecimientos que suceden todos los días. El sonido del teléfono interrumpió
la comida. Seguro que es Carolina, les dije a los muchachos, y atendí.
-¡Hola…!
De pronto, los desinteresados, gritaron como
locos: “¡Que te diga cómo vas a reconocer a Julieta!”
-Hola Ricardo, ¿cómo estás? ¿Qué dicen esos
atorrantes?
-Me preguntan si sos vos, Margarita.
-No me interesan sus preguntas. Me interesa que
hablemos de nuestra relación.
-Mañana desayunamos en el bar de siempre y
charlamos tranquilos -le propuse.
-¿Qué pasa, Ricardo? ¿Lo nuestro se terminó?
-No, Margarita, no es así. Sucede…sucede que…
-¿Qué sucede, por favor? Te noto indeciso -me
preguntó, sin disimular su angustia.
-Se enfría la pizza, Margarita.
Finalizada la última partida de tute cabrero, acomodé
el desorden que dejaron mis amigos y me fui a dormir sin dejar de pensar que en
cuestión de horas mi novia, entre medialuna y medialuna, me iba a cantar las
cuarenta. El sonido del teléfono interrumpió mi sueño. Miré el reloj y atendí.
-¡Margarita, son las cuatro de la mañana!
-¡Qué Margarita ni otra flor! Soy tu prima.
Cambio de planes y de línea aérea. Julieta adelantó el viaje, llega hoy en el
vuelo de Aerolíneas Argentinas que arriba a Ezeiza a las ocho de la mañana. Solo
te pido un favor: no la trates de vos, tratala de tú, como si estuvieras en
España. ¡Ah! Ella te va a reconocer por Amor. Chau. Besos.
Miré otra vez el reloj: cuatro y cinco. En
cinco minutos Carolina me pidió que hablara como si estuviera en España, sin
reparar que yo estaba en el barrio de Caballito, en el edificio donde todos me
conocen por Ricardo; no por Amor.
En el aeropuerto me encontraba mezclado entre
la gente que esperaba a los pasajeros que venían de Madrid, sujetando el cartel
que escribí con las palabras que la mejor amiga de mi prima iba a reconocer: “JULIETA
SOY TÚ AMOR”. Carolina me pidió que
la tratara de tú.
Después de cuarenta minutos espera, se me
acercó un camarógrafo de Crónica TV que, sin dejar de filmarme, me informó que
en el vuelo que venía Julieta viajaba el Ministro de Economía de la República de Uganda. Me dijo
que no me preocupara, se había demorado la conexión Kampala-Madrid y el avión llegaría
cerca de la diez, diez y media a más tardar. Me quedé preocupado. Me imaginé que
Margarita en el bar, sobresaltada por la música estridente, no iba a poder
evitar ver en el televisor la pantalla roja con las letras blancas que me
delataban: “ENAMORADO EN EZEIZA”; y a continuación, mi imagen sosteniendo el
cartel.
A las once de la mañana apareció el Ministro, y
detrás de él, la madrileña. Cuando vio el cartel, comenzó su carrera enloquecida
con los brazos abiertos. No llegó a abrazarme; la policía militar se interpuso
entre nosotros. Después de dos horas, las autoridades del aeropuerto
entendieron que la redacción del cartel no correspondía a un hombre desesperado
por amor; capaz de provocar algún disturbio, aunque mi segundo nombre no me
ayudara en lo más mínimo.
Libre de culpa y cargo, volví al hall principal
con la esperanza de que la española no se hubiera retirado. Ni rastros de la
mejor amiga de Carolina. Ya me iba cuando la vi entrar a mi novia, enfurecida,
ciega por la traición. Margarita no vio que me escondí en el primer negocio que
encontré. La encargada, al notar mi desesperación, me dijo lo que ocurrió en mi
ausencia.
-Amor, si buscás a Julieta, no malgastes tu
tiempo, la recogió un remisero -comentó, sin ocultar su sonrisa cargada de
malicia.
Me fui preguntándome si Margarita me seguía
queriendo mucho, poquito o nada. Seguro que nada. Cuando la vi llegar al
aeropuerto no llevaba ninguna medialuna. Se las comió todas, la ingrata.
EDUARDO ANÍBAL SOLARI
Haedo- Buenos Aires- Argentina
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