Yo, de escribir algo, no sé nada, absolutamente nada.
Qué voy a saber escribir algo, si en todo este tiempo jamás he inventado una
sola frase, nada, nada. Ni siquiera los puntos son míos, ni siquiera las
mayúsculas, los saltos de línea o las dudas ortográficas.
¡Nada!
Por farsante, más de una vez he merecido algún premio
literario, por estafador desvergonzado, varios suponen que yo, actualmente,
escribo, y a veces esos mismos me preguntan cosas relativas a lo que hago que
yo no sé ni sabré contestar jamás. Por eso suelo cambiar de tema, por eso me
evado cada vez. Porque me aterra espectacularmente que la gente sepa que los
cuentos no son míos. ¡Adiós a la dignidad, toda! Que las novelas no son mías.
¡Adiós a la confianza, siempre!
No me saco el miedo.
Soy falso, charlatán, mentiroso y embustero. Soy
escandalosa y memorablemente indigno. Soy, qué más da decirlo, el monumento a
la imitación desenfrenada, al inescrupuloso plagio.
Robo. Mucho. Todo el tiempo yo robo. Y después de
robar transcribo muy ancho el texto hallado, ¡ay!, como si fuera mío lo hago,
como si algo de todo eso me perteneciera yo me pongo a escribir desfachatada y
rápidamente. Por si me ven, por si me encuentran. Por sí…
Lo peor de todo es que cometo el fraude sin cargos de
conciencia.
Sin culpa. Como si tal ignominioso trabajo fuera
honesto.
¡Dios mío! Quisiera aprender a escribir algo, proyectar
un acento, relatar un abrazo elemental con el sustantivo justo, algo, algo,
cualquier cosa mía, mía y de nadie más, propia más propia que yo y que yo
mismo.
¡No puedo!
Será por eso que me quedo con la vida de los otros.
Y cuando más solo estoy yo zampo la mano desesperada
en los bolsillos de los días que han vivido todos esos. Y entonces les expropio
ya un montón de ceniceros tristes, ya tres llantos desconsolados o una aventura
de amor principiante. Ya cualquier cosa que tengan. Lo que haya, lo que me
guste, los que les sirva y lo que no les sirva. Todo, todo, todo, qué más da.
Por eso:
¡Qué van a ser mías las palabras con que me duele el
dolor personal de un amigo yendo a enterrar a su madre! ¡Qué van a ser mías las
palabras con que pierden el aliento las estrellas de una noche en el campo!
¡Qué va a ser mío el abecedario incompleto con que jamás podría describirse un
mundo hecho de sobrinas! ¡Qué van a ser mías las frases que le robé al tiempo
para que mis padres bailaran de amor! ¡Qué van a ser míos los libros, las
risas, las dudas, los misterios íntimos de un vecino y las madrugadas
contradictorias o mis propios pensamientos revolucionarios de otros!
¡Qué voy a saber yo cómo escribir algo, si soy un
simple y pobre ladrón de murmullos, de gritos anónimos que se buscan y se
buscan entre sí sin darme tregua!
Me quedé con la voz de los perros que conocí, con las
exclamaciones de impotencia de tantos y tan sufridos almohadones descuajados.
Me quedé con ese circo doméstico.
Me quedé con los pensamientos que supuse mantendría la
gente consigo misma en el interior de un coche, en la ruta. Yo observaba, y sus
cabezas concentradas en el asfalto o en el volante decían más que cualquier
discurso filosófico sobre el eterno infinito.
Me quedé con los peones de los campos, me quedé con
los peones, y con los isleños, sobre todo con los isleños me quedé, con las
palabras de ardor de sus pies descalzos recorriendo el Paraná.
Me quedé con las opiniones de la luna acerca de un
sapo muerto en la noche. ¡Incluso al sapo le robé sus súplicas de injusto
abandono! ¡Cómo he podido robarle la sensación de muerte a un infame cadáver de
sapo! ¡Cómo he tenido la osadía de registrar su silencioso pesar y de
reproducirlo para otros como si esa muerte sin importancia me perteneciera!
Me quedé con el viento que me contó un hombre al que
un huracán se lo había llevado.
Me quedé con el inútil dolor de muelas de un
hambriento ahí cerca de la iglesia y de la lluvia, de las flores vendidas.
Me quedé con la decepción de un niño sin barrilete y,
por tanto, me quedé malditamente para siempre con su vejez prematura. Me quedé tristemente
con la inmortalidad de todos los niños viejos de este tiempo y de esta vida.
Me quedé con una lata oxidada en un pueblito de campo
y con la esperanza demencial de una gata flaca. Con un trapo lleno de aceite.
Con un rulo en el rincón de una peluquería. Me quedé con lo principal y con lo
accesorio. Pero lo principal es de los otros. Pero lo accesorio también es de
los otros. Porque mis deseos de robar son más grandes que mis deseos de
convertirme en protagonista de algo.
Como ejercicio he intentado, muchas veces, clausurar
por un buen rato mi corazón de cronista ambulante para demostrarme a mí mismo
que soy capaz de escribir mis propias historias. No he podido, pues allí en
esas tentativas infructuosas me siguen bramando párrafos los fantasmas ajenos
que me acosan y que me acosarán siempre.
No se irán jamás.
¡Quieren convencerme de que yo soy el autor de todo lo
que escribo!
¡Qué voy a saber escribir algo, si soy un
sinvergüenza!
¡Hagan justicia! ¡Métanme preso!
Porque hasta que aprenda a escribir algo —lo dudo—,
pienso seguir adueñándome de los versos que escupirán las chispas del fuego
cuando las brasas ardan, de los puntos suspensivos con que nos hablará el
universo cuando esté por revelarnos algo incluso más importante y más grande
que él mismo.
Me quedaré con las sintaxis familiares, con los adjetivos
de los helados de chocolate, con los signos de interrogación anteriores al beso
intuitivo, con los neologismos propios de cualquier comienzo, con la aventura
literaria que esconde una ballena muerta, con los puntos y aparte que llueven
al final de cada día lento.
Yo tomaré nota de las risas de sana burla, yo
registraré los paréntesis de los comentarios menos importantes que, al fin y al
cabo, son los únicos que interesan. Y escribiré.
Robando, robando. Escribiré.
Imparable y testarudamente. Escribiré.
Pues no hay para este vicio del alma convertida en
imán, en antena, en pegamento, en buzón, en cuaderno y, sobre todo, en
partitura virgen, otro remedio. Por eso yo escribiré.
Por eso y porque estoy tramando la estafa del siglo.
¡Que viva la
delincuencia comprensiva!
1 er Premio Certamen de Relato Corto y Poesía “María Eloísa García Lorca”
Ciudad Autónoma de Melilla- España
Carlos Mariano Catoni
Carlos Mariano Catoni
(Buenos Aires, 1981). Es periodista y escritor. Ha
colaborado con el Semanario 30 Noticias de la ciudad de Rosario, con el
diario El Cronista de Funes, con la publicación Portal San Martín;
fue corresponsal político para la radio AM 1010 de la ciudad de Buenos
Aires, se desempeñó como redactor en la revista boliviana Nueva Economía
y como colaborador en la revista española Capital. Ha dictado seminarios
en Alicante y Villena contratado por la Universidad de Alicante (España 2013). Cuenta con
numerosos premios y participó en varias antologías. En 2005, publicó su
primer libro de relatos titulado El acróbata de plastilina. Escribió las
novelas Las dos hermanas (2008), Máximas para un niño (2009), Un
montón de plumas (2010) y El hombre que tocaba con soñar el piano
(2011).Esta radicado en Alicante en España .
1 comentario:
Me fascina este escritor. Como es posible que no pueda encontrar sus libros en España? No lo entiendo.
Publicar un comentario