Yo sabía que muchos faros habían dejado de
funcionar por la invención del GPS, algunos de ellos fueron remodelados y transformados
en museos, otros, en observatorios de vida silvestre o en centros de
investigación atmosférica, cambiando así su función, pero siempre manteniendo
el atractivo pintoresco para los visitantes de la zona.
Y allí estaba ante mí, imponente,
desafiante, vigilante, pintado de azul y blanco a rayas, erigido sobre una
punta de tierra elevada que entraba al mar y terminaba en un acantilado. Llegué
sola, en el jeep que habíamos alquilado para el fin de semana, escapándome de
mi familia que había quedado en la playa. Quería recabar datos que pudieran
ayudarme en la novela que estaba escribiendo, y para eso necesitaba hacer
preguntas a alguna persona idónea del lugar. Supuse que podría encontrar a
algún cuidador o encargado que estuviera allí en ese momento.
Estacioné sobre la arena firme, cerca del
sendero principal y me dirigí hacia la puerta blanca de madera un tanto gastada
por el viento marino, que hacía de entrada al mismo. Mientras tanto, las olas
rompían contra el acantilado desgastándolo cada vez un poco más, en un vaivén
constante y perpetuo. Golpeé dos veces con mi puño cerrado y el sonido retumbó
en el interior delatando su altura hueca. Miré a mi alrededor y como nadie
aparecía toqué la manija y, ante mi sorpresa, la puerta se abrió sin
dificultad, la empujé suavemente y se quejó con un chirrido agudo que alertaría
a cualquiera de mi presencia. Deduje que el lugar estaría vacío porque no
escuché ningún movimiento. Entonces, decidí recorrerlo por mi cuenta con mi
libreta y mi bolígrafo en la mano, preparada para anotar cualquier información
que pudiera resultarme útil. Me sentía como esos chicos que se escapan a la
hora de la siesta para realizar alguna travesura a escondidas de sus padres,
con toda la adrenalina que eso implica.
Ya adentro, elevé mi vista y pude ver una
escalera interior, en forma de caracol, que lo recorría íntegramente hasta la
cúpula, donde se encontraba el habitáculo con las grandes linternas que hacen
de guía a los barcos, ofreciendo un camino seguro a la costa. Yo sabía, porque había buscado material en Internet
para agilizar el proceso de mi novela, que la alimentación de las luces de los
faros había pasado por diferentes etapas, desde el aceite de ballena, la
parafina vaporizada, los generadores diesel hasta llegar a la energía solar,
económica y ecológica. Comencé a subir lentamente, pisando con mucho cuidado,
iluminada por las ventanas que estaban en algunos tramos del recorrido, y
mientras iba ascendiendo pude percibir que una tormenta, oscura y amenazante,
se acercaba por el lado del mar. Ante tal situación, aceleré el paso para poder
averiguar lo que necesitaba antes de que la inminente borrasca me sorprendiera
allí. Si no lo hacía ahora, mi visita no se repetiría.
El torreón contaba con otros cuartos
pequeños desplegados a los costados de la escalera, necesarios para su
funcionamiento diario. Pasé por la sala de control llena de aparatos que no
entendía, por una pequeña recámara con herramientas, elementos de limpieza y
víveres, y por el cuarto de servicio, siempre tomando notas de aquellos
detalles que pudieran enriquecer mi escritura y estimular mi imaginación. Me
sorprendió una pequeña biblioteca, ubicada ya casi al final de la escalera,
donde se encontraban algunos libros que seguramente servirían para
entretenimiento del farero, considerando el tiempo que el hombre debería
transcurrir encerrado. Todo parecía normal y tranquilo, como si el encargado
hubiera salido por un momento, pero cuando ya estaba llegando a la cúpula, se
escuchó un ruido extraño, como el de una palanca accionada, produciendo que la
luz del faro comenzara a girar originando un gran resplandor en los ventanales superiores
de la torre. Como afuera ya estaba bastante oscuro por los nubarrones, la
luminosidad resaltaba aún más. Sorprendida, me detuve inmediatamente y me apoyé
contra la pared, porque evidentemente habría alguien arriba, que yo no había
visto. Comencé a llamar para que la persona que había encendido el aparato me
escuchara pero no obtuve respuesta alguna. El sol ya había desaparecido por
completo a causa de la tormenta y mi familia ya estaría en la cabaña; pensé que
probablemente se asustarían cuando no me encontraran allí. Yo no había dado
información sobre mi aventura; me había escabullido sin aviso, y mi celular
había quedado en el jeep. Decidí seguir. Terminé de subir el último tramo de
escalera que quedaba y llegué a la cima, encandilada por los destellos que no
cesaban. Efectivamente, allí no había nadie. Quizás el mecanismo se había
activado automáticamente con algún reloj programado, conjeturé, aliviando el
trabajo del personal. Entre los grandes ventanales de la torre pude encontrar
una puerta, también de vidrio, que conducía al balcón externo, desde donde se
podía divisar la inmensa costa. La abrí y salí a una especie de mirador
compuesto por una angosta pasarela contenida por una baranda de hierro. Se me
cortó la respiración ante semejante panorama. La brisa marina chocaba contra mi
cara y el sonido de las olas penetraban en mis oídos como una sinfonía afinada
y única. Todo el paisaje era mío. Extendí mis brazos, como para acapararlo. Me
apoyé luego, sobre el barral y me sumergí en el espectáculo que tenía ante mis
ojos. De no ser por la tormenta, me
hubiera quedado allí todo el día; cualquier escritor se hubiera sentido
inspirado. Deduje que mi familia entendería cuando les contara la experiencia. De
pronto, mi concentración se rompió al divisar un objeto que se movía entre las
olas. Pude distinguir con dificultad, que era la figura de un barco en medio de
la tempestad que se avecinaba, dirigiéndose a la bahía a una velocidad intrépida y desconcertante. Chocaría contra
los arrecifes si no reducía la marcha de inmediato. La luz del faro debería
alertarlo pero yo no sabía si el mensaje que enviaban las luces era el correcto.
En un movimiento del oleaje quedó al descubierto el nombre de la embarcación
que resaltaba en letras blancas sobre la pintura magenta del casco: “Prestige”,
pude leer. Mi desesperación aumentó
cuando me dí cuenta que se dirigía directamente hacia una roca gigantesca que
por momentos quedaba escondida por la marejada. No había boya alguna que
marcara las rocas traicioneras que estaban sumergidas pero que eran una amenaza
para cualquier vehículo marítimo. Pensé que podrían ver los rayos que emitía la
torre y virar la nave evitando la colisión, pero no fue así. Los desprevenidos
navegantes chocaron de lleno contra el objeto que se les interpuso en su ruta
de navegación; pude escuchar el estruendo y quedé petrificada. Comencé a bajar las escaleras rápidamente para
pedir auxilio a la guardia costera, mientras las linternas del faro seguían
girando, emitiendo señales intensas que seguramente, se verían a la distancia.
No pude entender cómo desde el Pretige no pudieron divisarlas, e imaginar así
que estaban acercándose a la costa, para tomar las precauciones necesarias. Ya
la lluvia golpeaba contra los vidrios y supuse que me resultaría difícil el
trayecto hasta el pueblo con el jeep ya que no soy una experta conductora. Pero
cuando salí y me asomé lo más que pude al extremo del acantilado, ya no pude
encontrar el barco encallado, la roca se veía claramente pero el Prestige no
estaba allí. No era lógico que se hubiera hundido en ese pequeño lapso que me
llevó bajar las escaleras de la torre. Subí al jeep y me alejé buscando ayuda,
en medio de la tormenta que no cesaba. Mi celular tenía llamadas perdidas de mi
familia que seguro me estaría buscando, pero debía llegar a avisar sobre la
tragedia lo antes posible. El jeep no tenía techo y la lluvia golpeaba mi cara
con fuerza y por momentos me obstruía la visibilidad. Mientras conducía no
podía dejar de pensar que había sido testigo de un tremendo accidente.
Cuando llegué al centro de guardia costera
que estaba en el ingreso al pueblo, les informé lo que había ocurrido. Ellos me
miraron estupefactos y lo que es peor, no se sobresaltaron. Quedé desconcertada
cuando me dijeron que el faro hacía años que no funcionaba, que había sido
clausurado y que el Prestige era un barco que había encallado hacía cincuenta
años llevándose al fondo del mar a toda la tripulación. Para convencerme y
disipar mis evidentes dudas, me mostraron una foto que estaba colgada en la
oficina donde podía verse exactamente lo que yo había visto desde el balcón de
la torre: el barco encallado, hundiéndose, y su nombre claramente visible en
letras blancas sobre el casco magenta.
1er PREMIO Concurso de Poesía y Cuento organizado por la SADE Baradero-San Pedro, Escritor Alfredo Cossi, edición 2019-
Publicado en "Rincones y Acuarelas"- La Imprenta Digital- Buenos Aires- 2019
Publicado en "Rincones y Acuarelas"- La Imprenta Digital- Buenos Aires- 2019
Pintado por YASMÍN PÉREZ- Premio del Concurso |
Fallo del "XVI Concurso de Poesía y Cuento Escritor Alfredo Cossi"- S.A.D.E. Baradero-San Pedro (Buenos Aires)
3 comentarios:
Hermoso cuento Bea. ¡Felicitaciones!!
Excelente, me encantó. Felicitaciones!
Excelente cuento!!!!! me hizo llegar al final sin respirar....Felicitaciones por el premio.
Raquel Castillo
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