23 de diciembre de 2013
MACHETES EN EL ASFALTO
Hace sólo un momento
que acabo de llegar a casa, pero no pude evitar sentarme inmediatamente en la
computadora y escribir esto que estás leyendo.
Cada verano
me fui poniendo más viejo, y son muchos veranos. Me fui olvidando poco a poco de esos aires de Navidad que comenzaban a
primeros de diciembre, cuando terminaban las clases, entre el olor de los jazmines y los duraznos, los
chicos jugando bajo un sol de fuego y la mirada vigilante y protectora de
nuestros padres.
Insensiblemente nos deslizábamos hacia el
próximo año, con esa parada tan emotiva en el encuentro familiar de Nochebuena, donde todo prometía ser bueno y feliz para siempre. Luego, verano tras verano me fue ganando el
desencanto.
Pero hace un rato, no más de una hora,
volví a recuperar el significado del 24 de diciembre, y volveré a sentirlo
mañana como cuando era un niño de diez, hace
ya más de sesenta años.
Pero basta de cháchara, que aquí va la explicación.
Vengo del dentista, donde desde hace casi un mes voy dos veces por semana por un largo
tratamiento. Viajo desde Belgrano hasta
Villa Pueyrredón, y de regreso tomo el ómnibus107 ó el 114 en la esquina de las
avenidas Mosconi y de los Constituyentes hasta Cabildo.
Mosconi es una ancha avenida de una sola
mano, y esperando por primera vez el ómnibus, hace casi un mes, observé a un
muchacho de rasgos aindiados, de no más de diecisiete o dieciocho años, que como
tantos otros en esta época de necesidades insatisfechas, trata de sobrevivir mostrando a su
público, en su mayoría automovilistas
indiferentes, lo que sabe hacer, lo que muchas veces es, por suerte, merecedor tanto de un aplauso como de una aprobación en
metálico.
Me dejó paralizado de asombro. Dejé pasar varios
colectivos y repetía su número cada corte de semáforo, una vez tras otra.
Su número era de
circo, de los mejores circos. Hacía
prestidigitación no con pelotitas ni clavas de madera, sino con tres machetes de gran tamaño, que golpeaba
cada tanto, para probar su legitimidad con su pesado sonido metálico.
Los arrojaba a
gran altura, girando, y los recogía con
seguridad por el mango, cada tanto se desplazaba un poco y tomaba uno de ellos
de su espalda, por supuesto sin mirar, y
lo volvía a la ronda con los otros dos machetes. Lo mismo hacía levantando una
pierna y pasándolo por debajo de la rodilla,
e incorporándolo luego sincronizadamente al
ciclo de los otros dos elementos. Todo a gran velocidad.
En un momento, colocó
un machete por el mango sobre su nariz, y caminó varios metros teniéndolo en
equilibrio mientras arrojaba los otros al aire, siempre girando, recogiéndolos
y volviéndolos a tirar, caminando, y con
el otro siempre en su nariz, hasta que con un impulso de su cabeza lo incluyó
otra vez en el trío de machetes voladores.
No había visto
nunca nada igual. Mientras esperaba el
cambio de luces para exhibir su número, el muchacho se acercó a la parada de
ómnibus, lo que aproveché para
felicitarlo con admiración.
Lo volví a ver
cuatro o cinco veces sucesivas, coincidiendo con la espera del ómnibus después de cada
consulta odontológica.
Le pregunté donde había aprendido su destreza y si sabía
que lo suyo era un espectáculo circense de mucha calidad; también le dije que
debía hacerse conocer por medio de la televisión; a lo que contestó que varias personas le habían dicho antes lo mismo.
Aseguró que lo que sabía, lo había aprendido en la calle,
de otra gente que como él, vivía también en la calle, que no quería obligaciones
ni horarios, era libre y ganaba lo
suficiente, moneda a moneda, haciendo lo que le gustaba.
Lo decía todo en un castellano perfectamente claro pero
con un acento cantarino que denunciaba su origen guaraní.
La firmeza con que decía esto y sus ojos brillantes parecían
un canto a la libertad, por un momento casi me convenció de que era un ser libre y feliz. Meditando sobre esto en mi casa,
llegué a la conclusión de que un
gran dolor y una gran resistencia al mismo, podían juntarse en una persona y hacer
soportable la soledad de la calle, Uno Solo
entre una multitud ajena.
El viernes
lo vi trabajando más rápido que
de costumbre. En los quince minutos que estuve esperando el ómnibus, no
descansó.
Cuando cambiaba
la luz y terminaba su acto en Mosconí, volaba a
Constituyentes y así alternó su número sin descanso entre las dos
avenidas. No sé cuantas veces lo habrá hecho ni cuántos horas al día, pero hoy 23
de diciembre, terminé con el dentista y
me extrañó no ver a mi joven fenómeno luciéndose en el cruce de las dos avenidas con sus
machetes.
Me acerqué al
puesto de diarios de la esquina y le pregunté al hombre si sabía algo de él.-Si señor, me
dijo- algo sí… Andrés vino a Buenos
Aires hace cinco años a buscar a su padre, pero no lo encontró. Ayer completó el dinero para el pasaje para
volver a Corpus Christi, Misiones, a pasar
la Navidad con su madre,
¡Hace cinco años que no la ve!
Me sentí muy
feliz de haber sido testigo secundario de
este episodio.
Mañana,
Nochebuena, brindaré junto a los míos por Andrés y por los suyos.
Y hoy diciembre
volvió a oler a jazmines y a duraznos.
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A Alberto, yo lo conocía virtualmente, por haber estado premiados en algunos concursos literarios. Hasta que dos Concursos en San Genaro nos hicieron coincidir (en uno como premiados ambos, y en el otro, yo estaba como jurado). Luego seguimos en contacto, me mandaba textos, yo le mandaba los míos. Sus historias profundas de relatos cotidianos – en los que se involucraba- nos trasladan muy vívidamente a través de sus emociones. Le pedí a otro amigo literario- Daniel Alonso- que me pasara más información sobre él, porque ellos tenían otro contacto más cercano. Transcribo los datos y algunas apreciaciones de Daniel sobre Alberto.
Alberto y Daniel |
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