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(poesía y narrativa)
"DE LOS HIJOS" (2014)- Ediciones Mis Escritos (Bs. As.)

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miércoles, 17 de junio de 2020

"Castillo rojo" (por Juan Herrón González) TALLER VIRTUAL 4


El castillo rojo se elevaba por el escarpado acantilado, como un cuchillo rojo, hundido en la tierra. Estaba compuesto de grandes pináculos hacia el cielo, además de un conjunto de almenas robustas, hechas de mármol y de una mezcla de roca volcánica. En la glabela del castillo se encontraban los aposentos de la condesa sangrienta. Todo protegido por un foso de agua y un puente levadizo, que si eras arrojado por él, caías al foso y te empalabas en una cercenada de pinchos hechos de estacas de madera. Todo lo que rodeaba al castillo era mar, excepto por un lado que le daba forma peninsular, el Sol y la Luna, y un bosque cercano rodeado de tierra quemada.

Y es que el pueblo había llorado mucho a la condesa sangrienta. Había abusado de ellos hasta el límite, obligándoles a dejarlos sin cosechas de consumo propio, para llevar la tierra de barbecho a ciclos frenéticos, emplear artes oscuras para que los alimentos se duplicaran en poco tiempo. Y aun así, el campesinado, que tenía que entregar todo, se moría de hambre. Los erarios, al igual que los almacenes se llenaban con rapidez, pero el campesinado, se moría bajo semejante yugo. Algún que otro cuestor había sido ajusticiado por la condesa sangrienta, decapitándolo frente al pueblo, como modo de seguir el mismo ejemplo si se contrariaban sus deseos. Ya habían venido a informar al cónsul del territorio los abusos de la condesa sangrienta algún que otro pretor, que advertido por lo que les pasaba a los cuestores de aquella zona y los que habían enviado, empezaron a redactar un edicto para echar y ajusticiar a la condesa sangrienta. Los fueros de la zona así lo decretaron, y no tuvieron más dilación que emplear la tarea de otro noble, ambicioso, que quería las tierras de la condesa desde hacía bastante tiempo.

El duque de Wellington. Este duque era famoso por entrar en batalla y despojar a sus enemigos de su territorio, y había hecho su riqueza y su posesión sobre la tierra bajo las armas y el derramamiento de sangre. El edicto sangriento, tal y como se le había bautizado, había sido hecho por la falta de pago de los impuestos en los fueros por parte del erario y los almacenes de alimento de la condesa sangrienta, que además de matar impunemente a los cuestores enviados, no había escuchado a ningún pretor, adecuadamente protegido por una comitiva de soldados. Los cónsules así habían llegado a la conclusión del edicto sangriento: había que despojar a la condesa sangrienta de su territorio por evasión de impuestos y brutalidad homicida para con los encargados administrativos del pago en los fueros del territorio.

Sin embargo, la condesa sangrienta temía algo mucho más que la mera confrontación con el duque de Wellington, pues sabía que era portadora de la victoria, y esto era, la misma muerte con el paso de los años. Se había mirado al espejo y había visto los pasos de los años en su rostro. Ya la vejez se hacía incipiente, y no fue hasta un momento místico, tal y como ella los llamaba, el darse cuenta de la solución a la eterna juventud: el derramamiento de sangre sobre su piel.

Llegó a esta conclusión cuando una de las criadas la quiso peinar y le dio un tirón más fuerte de sus mechones de pelo de lo debidamente tolerado, a lo que la golpeó, y cayó sangre sobre su mano. Fue ahí cuando se dio cuenta de que la piel había rejuvenecido y podía eludir la muerte. De hecho, cada vez que se miraba al espejo, veía a la muerte con la guadaña y su cabeza en una de sus manos. También la veía en sueños.

De esa manera comenzó a matar a sus sirvientas. Se construyó una dama de hierro con pinchos, desde donde las metía, y al cerrar la apertura en forma de dama y sus contornos de mujer, desde dentro, se empalaban con los pinchos, saliendo la sangre por una apertura trasera desde donde llenaba una tinaja. Y luego, los campesinos.

Toda la tierra del campesinado era un auténtico infierno. Se había fijado en un método infalible: empalarlos desde el ano hasta la boca para recoger su sangre.

Elevó la vista, y allí vio a una hilera de soldados, que con el estandarte y el emblema de la casa de Wellington, esperaban que se cumpliera el edicto de manera pacífica. A decir verdad, este duque de Wellington era un buen soldado, pero muy confiado en sus maneras de actuar. Mandó a un emisario a que se acercara al puente principal, al otro lado del foso, para que supieran que la condesa sangrienta, debía de seguirlo. De manera increíble, cayó fulminado, por un rayo de color rojo.

La condesa sangrienta, dejó escapar una risa nerviosa y sardónica. Empezó a recitar una letanía, mientras se cortaba un poco la yema de un dedo con un cuchillo, dejando caer la gota al suelo mientras decía palabras incompresibles y extrañas.

Al instante, aparecieron detrás de ellos nubes de humo rojizas, era el ejército de la condesa que, efectivamente, empezaron a luchar valientemente contra las tropas del duque de Wellington, que le mostraron una feroz resistencia. Sin embargo, cada hachazo, cada saeta, cada espadazo, no les afectaban, parecían hacerlos más fuertes y resistentes al daño, con el claro hedor de la carne muerta y la podredumbre sobre ellos. Los gritos y los golpes, se sucedían por  todo el ambiente guerrero. Y como por arte de magia, salió un demonio enorme, de aspecto cadavérico y rodeado por lenguas de fuego, que empezó a quemar a todo y a todos; el duque de Wellington trató de huir, pero fue apresado vivo, junto a algunos de sus generales, en una masacre sin precedentes. Lo realmente increíble, es que todas las tropas del duque de Wellington habían resultado muertas, pero ninguna de ellas, sangraban. No tenían sangre en sus cuerpos, aunque yacieran con las heridas de las hachas, las espadas, las flechas, o carbonizados por el fuego.

Acto seguido le colocaron la cabeza sobre la oquedad de la guillotina, trayendo varias tinajas en las que guardarían toda la sangre del cuerpo; sus generales, no seguirían mejor destino: los empalarían vivos.

La cabeza del duque salió rodando hasta los pies de aquel enorme demonio de fuego, y por un momento, el destello de la pérdida de vida de los ojos y la cara del duque, al cercenarle la vida, dio mayor juventud a la condesa sangrienta en el reflejo de la hora afilada al caer. Y no haría caso del edicto que tenía en las manos.

Ya en sus aposentos, lanzó el edicto a las rojas llamas bajo la lluvia, el tronar de rayos y truenos en un cielo negro y opresivo de dolor.         

AUTOR: Juan Herrón González

Madrid (España)

TALLER VIRTUAL 4 

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