Mientras caminamos alrededor de la pista, haciendo
las últimas vueltas de la clase de gimnasia, tratando de recuperar la
respiración normal, mi mente retrocede de pronto, en el tiempo. Tengo ese
hábito, el de hacer varias cosas a la vez; en algunas ocasiones esto me ha
traído algunos problemas. Pero camino y pienso, no sé cuántas veces he pisado
estas baldosas en damero amarillas y rojas, y cuántas historias guardan estas
cuatro paredes.
En
realidad no importa cuántas veces sino en qué ocasiones lo he hecho. Y voy más
atrás, mucho más atrás, hasta donde me permite la memoria. Mientras voy
recorriendo los distintos rincones del salón, encuentro situaciones, percibo
momentos, y escucho voces y melodías que me atrapan y me estremecen.
Paso frente al escenario que ya no tiene el
pesado telón de paño rojo, y descubro a una niña de unos nueve o diez años, de
cabello largo y flequillo, que está entregando flores a las quinceañeras que
van apareciendo mientras escuchan sus nombres, en el tradicional Baile de 15
años, y que bajan a bailar su primer vals. Esos acontecimientos sociales, que
engalanaban al Club Florida y al pueblo, atraían a todas las adolescentes de la
zona a presentarse en sociedad, y por supuesto, a todos los galanes disponibles
que permanecían atentos debajo del escenario.
Continúo
caminando en sentido contrario a las agujas del reloj y llego a la ventana
angosta y alargada que está ubicada en la parte noreste, donde era la cocina, y
que habilitaba la salida de la comida para los almuerzos o cenas que se
realizaban en distintas celebraciones como Fiestas Patronales, casamientos o cumpleaños.
Y escucho las voces de las mujeres cocinando, riendo, disfrutando. Damas de esa
época que dedicaban tiempo y esfuerzo para ello. Los aromas a platos recién
horneados me deleitan, y veo salir a los mozos con sus impecables chaquetillas
blancas y sus bandejas cargadas. Los esquivo y sigo caminando.
Un poco
más adelante, paso exactamente donde yo estaba sentada la noche en que mi marido
me sacó a bailar por primera vez, en un baile, por allá por mayo de 1981.
Todavía recuerdo mi corazón latiendo y mis piernas temblando; mis ojos lo
buscaban entre los muchachos que se alineaban delante de las mesas donde nos
sentábamos nosotras, esperando la “cabeceada”. Y allí está Pepe; acepto la
invitación. Recorro con la vista el trayecto que hice desde mi silla para
llegar hasta él, donde luego bailamos al ritmo de la orquesta, exactamente
adonde estoy pisando ahora. El mundo se había detenido a nuestro alrededor, y
allí comenzaba nuestra historia.
Sigo
caminando. Llego a la entrada de los camarines ubicados a ambos costados del
escenario, que hasta hace poco estaban llenos de agua por las repetidas
inundaciones ocurridas- increíblemente el agua los anegó, algo que no había
sucedido nunca- y puedo ver los trajes y disfraces colgados en perchas, las
madres maquillando y peinando a sus hijos en las veladas escolares, y los
actores listos para salir a escena en las tareas de la “Campana de Cristal”. El
bullicio pasando letra o recordando coreografías se escurre por todos los
rincones; las voces de las maestras o directores apresurando el tiempo para
salir a escena o aprontando los últimos retoques de alguna obra se filtran por
las rendijas e invaden el salón. Y aunque ninguna de mis compañeras de gimnasia
los escucha, yo los tengo en mis oídos, claros y presentes. Me lleno de
recuerdos. Y eso hace que me distraiga de la actividad que estoy realizando,
trasladándome, transportándome mágicamente. La mente tiene ese poder que no
podemos desperdiciar.
Allí,
sobre el escenario, también me encuentro con mis compañeros recibiendo el
diploma de quinto año, de manos de nuestros profesores, en una fiesta cargada
de emociones. Tengo que leer el discurso final de despedida representando al
grupo. Con esas últimas palabras marcamos el fin de una etapa y el comienzo de
otra. Allí nos separaremos y cada uno seguirá su rumbo. Algunos volveremos a
encontrarnos más adelante en la vida. Abajo están la familia, los novios, los
amigos; gente de mi pueblo que está para compartir el evento.
Sigo el
trayecto y escucho las ruedas de los patines de mis hijas pasando a mi lado; me
rozan con sus brillosos trajes de lentejuelas y lameta, y una vez más la música
para acompañar la coreografía del Festival de fin de año, me seduce, los aplausos llenan la sala. Más adelante, escucho el vals de mi casamiento
y veo a los invitados, algunos de los cuales ya no están, levantándose de las
mesas para no perdérselo; el fotógrafo estará inmortalizando la situación
también, en los distintos rincones del salón. Esa noche, he danzado por esas baldosas
junto a mi marido, pasando exactamente sobre las huellas cuando
bailamos por primera vez, antes de ser novios. Percibo una sensación muy
extraña, casi mágica, que me llena el alma. También el vals de los quince años
de mis tres hijas me rememora las imágenes de las respectivas fiestas en este
mismo lugar; en un rincón encuentro las serpentinas y algún gorro dejado al
descuido.
Completo
la segunda vuelta y regreso al escenario, y allí está mi hijo, con la camiseta
a rayas roja y blanca recibiendo su primer trofeo de la escuelita de fútbol,
con una emoción que sé que lo embarga y que no va a olvidar. Más adelante, también estaremos allí,
festejando campeonatos y levantando copas, y sonará el himno de Florida,
llenándonos los ojos de lágrimas.
Himnos,
valses, voces y aromas. Historias que comienzan y que terminan. Festejos y
celebraciones sociales y familiares. Y esas baldosas rojas y amarillas, con tantas
huellas…
Ya hemos
terminado la clase de gimnasia, donde mi hija, es la Profesora, y cuando llego
a la puerta para irme, percibo una campana que suena. Entonces me detengo una
vez más mientras mis compañeras se dirigen a la salida, y me sorprendo al escuchar las voces del Jefe y de Lili, anunciando: *“Tarea cumplida”.
Nota: Frase
con la que se finalizaba cada tarea en la “Campana de Cristal”.
1 comentario:
Sublime....me transporte...gracias!
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