Una pareja joven, con su
bebé en cochecito, se acerca al castillo donde el pequeño puede trepar,
deslizarse y escabullirse por los puentecitos. Eso permitirá que su temprana
imaginación comience a funcionar y sus capacidades motrices se estimulen
jugando. Los orgullosos padres lo disfrutan, quizás ellos también pasaron por
los juegos cuando eran pequeños, con sus propios padres observándolos. Entonces
recuerdo mi niñez en la calesita y la plancha que aún están, a
las que luego he traído a mis hijos.
En otro sector, se escucha el bullicio de un
grupo de niños jugando en las hamacas y montando los caballitos de tambores,
desde donde simulan ser vaqueros persiguiendo villanos. Dos mujeres aprovechan
la caminata para contarse las últimas novedades, pedirse consejos, pasarse
recetas, y así distraerse de la rutina. Otra mujer camina sola, interactuando con
su celular, del que, aparentemente no puede desprenderse; mientras otra
completa la segunda vuelta a la bicisenda, acompañada por la música que sale de
sus auriculares. Un grupo de adolescentes se detiene en la pérgola, donde
improvisan una reunión que no durará mucho, porque el sol ya se está ocultando. El ir y venir de las bicicletas que atraviesan
la plaza delata el cierre del comercio; se van bajando las persianas,
cerrando las puertas, apagando las luces; los niños y la pareja con el bebé
volverán a su casa; las mujeres culminarán un par de vueltas y de a poco, la
plaza se irá despejando. Yo también regreso.
Las luces de las farolas se
encienden tímidas, y la luna se inmiscuye clandestina entre las largas ramas de
las tipas, que comienzan a proyectar su sombra centenaria. El día está llegando
a su fin, y mi pueblo se apronta a descansar.
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