Con el apuro, había dejado el barbijo
sobre la mesa de la cocina. Lo recordó mientras venía caminando por la avenida
central de lo que, hasta hace poco, era una ciudad llena de movimiento, con
gente que iba y venía del trabajo, con vendedores de bagatelas en todas las
esquinas, con paseadores de perros que aprovechaban el fresco de la mañana en
la plaza central, con los que salían a correr por las sendas aledañas. Vida
normal en una ciudad normal. Eso ya no existía. Sólo en su memoria y en la de
los pocos transeúntes que aún quedaban y que deambulaban perdidos con la mirada
absorta y buscando explicaciones de cómo habían llegado hasta ese punto. Ya no
había vuelta atrás, y eso era lo más triste.
Si no se apuraba llegaría tarde. Había
comenzado a llover. Pensó en sus hijos que, otra vez, se quedarían sin salir a
la calle. Siempre habría alguna causa, un día los incendios, otro día la
lluvia. Lluvia ácida, la llamaban. Al fin conocía en carne y hueso lo que era.
Lo que había visto en alguna película de ficción era ahora su realidad y la de
su familia, que no volverían a tener la vida de antes, al menos no en un corto
tiempo, o quizás más largo de lo que pensaba, si es que alguna vez volverían a
tenerla. Si todos se hubieran dado cuenta antes. No quería olvidar los tiempos felices, pero de
ahora en más sólo debería pensar en sobrevivir. Ni siquiera podía preguntarse
por qué le había tocado a él ya que todos, sin distinciones, estaban afectados.
Y allí se encontraba ahora, por las calles
semidesiertas de la ciudad, en su rutina diaria de buscar agua. Algo tan simple y que antes parecía tan
sencillo, ahora se había transformado en una odisea cotidiana. Agua tratada y
purificada. La que el municipio extraía, limpiaba y distribuía cada día para abastecer a la
población que no había almacenado anteriormente. Y los que llegaban tarde al
reparto tendrían que rebuscársela de otra forma, porque nunca alcanzaba para
todos.
Mientras iba caminando en un paso
apresurado, pensaba qué podía encontrar de positivo. Bueno, al menos la lluvia
extinguiría los focos de incendio que quedaban, que habían arrasado con las
pocas pasturas de los alrededores y de los que todavía se podía ver el humo en
las afueras de la ciudad. No sabía qué era mejor, que lloviera o que no, porque
el fuego se apagaba pero el aire no se limpiaba con el agua que caía, que lo
quemaba todo, aunque de otra manera. Una manera silenciosa y traicionera. De a
poco y sin que uno se diera cuenta. El fuego quemaba, el agua quemaba, el aire
quemaba. Todo quemaba. La piel, los pulmones, los ojos.
No quería olvidar. Ahora todo era
desolación. La mayoría de los alimentos también estaban contaminados, como el
agua y el aire. Y las personas que no habían muerto, estaban padeciendo enfermedades
a causa de la desesperante situación. Sabía que estaba respirando ácido
sulfúrico y ácido nítrico, porque lo había escuchado en la televisión montones
de veces. Sabía que, este aire enfermo, entraba lentamente a su cuerpo por
donde pudiera, invadiéndolo, destruyendo
lo que encontraba a su paso, dentro y fuera de él. Últimamente, le ardían
demasiado las fosas nasales y los ojos. Y para colmo se había olvidado el
barbijo. Los informativos recomendaban usarlo siempre y ya era difícil conseguirlos.
De pronto, recordó que tenía un pañuelo en el bolsillo y lo sacó para
protegerse un poco del aire contaminado.
Miró su reloj y apuró la marcha aún más. A
pesar de la lluvia, el calor era agobiante. Llevaba dos bidones vacíos y algo
de dinero para comprar, si encontraba, algunos alimentos envasados. Para que la precipitación ácida no lo
alcanzara se resguardó debajo del toldo de un viejo hotel abandonado, que un
tiempo antes, había estado lleno de turistas. Leyó el cartel corroído que
anunciaba las comodidades del alojamiento: desayuno y habitaciones con aire
acondicionado. Miró a través del vidrio sucio de la puerta principal y pudo ver
el pasillo vacío que conducía a los ascensores. Todo estaba lleno de tierra,
como esperando que lo limpiaran para recibir a los viajeros. Pero los viajeros
no volverían. Cerró los ojos para imaginárselo lleno de gente, como antes, pero
la imagen duró muy poco, demasiado poco. De eso vivían, de imágenes del pasado,
de un pasado que paulatinamente se iría desvaneciendo de sus mentes. Y él hacía
todo lo posible para no olvidar. Diariamente ejercitaba su imaginación con los
recuerdos más frescos que aún podía llenar de colores, de sabores y de olores. Tenía
miedo de perder todo eso. Y se alimentaba de esa forma, era como una terapia
personal. Ejercicio mental constante, para no decaer.
Seguía lloviendo. Una lluvia oscura, pesada, densa
e irrespirable, que mientras caía levantaba vapor del pavimento siempre caliente,
dificultando aún más la visibilidad. Vio un local de provisiones abierto y se
detuvo para comprar dos latas de verduras envasadas y dos de carne, todo lo que
pudo conseguir para ese día. Siguió caminando por la vereda, de toldo en toldo
y de techo en techo para mojarse lo menos posible, hasta llegar al dispensario
del municipio donde repartían el agua. Había cola, como todos los días. La
gente con bidones y botellas, con caras largas y miradas perdidas, estaban
esperando el turno para cargar el preciado tesoro. Ojala que no se agotara la
ración de hoy tan pronto. Alguien del municipio estaba repartiendo barbijos a
los que no tenían. Cuando llegó su turno, llenó los envases y emprendió el
camino de regreso a casa, con su barbijo puesto. Los bidones, ahora llenos, le pesaban y tenía
demasiado calor. La lluvia lo lavaba, o lo ensuciaba, lo enfermaba como a
todos, cada vez un poco más.
Habían
prohibido la circulación de vehículos y controlaban la emanación de gases de
las fábricas que aún quedaban, pero eso estaba muy lejos de resolverles el
problema. Y sabía que era una medida ridícula y tardía, como echar un balde de
agua para apagar un incendio en un bosque en llamas. Si se hubieran dado cuenta
antes. Ridículo. Todo le parecía ridículo y patético.
Se
sentía amenazado de muerte. Como en una guerra, pero sin armas de fuego y con
un enemigo invisible y constante al que no sabían cómo atacar. Nadie sabía.
Nadie nunca había sabido, aunque les hacían creer que sí. Tantos simposios
climáticos y congresos ambientales, ¿para qué? Siguió caminando evitando pensar tanto, para
que su mente no se enfermara tan rápido como su cuerpo. Sin embargo, un alud de
palabras lo acosaban como clavándole alfileres que dolían: industrialización,
efecto invernadero, calentamiento global, agujero de ozono, errores humanos.
Errores. Errores fatales. Cuántas veces había escuchado tratar sobre estos
temas en los informativos, alertando a la población. Cuántos intereses de gente
muy poderosa habían llevado a esta situación irreversible e insoportable.
Intereses, siempre intereses.
Le
dolían sus hijos, el futuro de su familia. Le dolía recordar la vida normal y
rutinaria de la que antes se quejaba por simple y repetitiva y que ahora
valoraba más que nunca: las mañanas de sol radiante y las lluvias normales de
verano, con ese aroma a tierra mojada que traían los campos cercanos llenos de
pasturas y sembrados, la luz y el olor de la naturaleza sana… eso ya no
existía. Estaban rodeados de bosques arrasados y ríos llenos de peces muertos.
La naturaleza rebelde, enojada… No quería olvidar. Pero a cada paso había algo
que le recalcaba que estaba transitando en un mundo sin futuro, y ya casi sin
presente. Sólo el pasado rondando su mente, un pasado cada vez más lejano e
impalpable. Y este presente lo hostigaba demasiado: los edificios y monumentos
corroídos, los escasos árboles en la plaza central de los que sólo quedaba el
esqueleto, algún que otro perro muerto que se le iba apareciendo en el camino,
los negocios cerrados. Gente anónima corriendo con barbijos y pañuelos tapando
su cara, gente buscando. Casi una ciudad fantasma. Un mundo fantasma, porque en
otros lados era igualmente desolador. No había donde ir, sólo sobrevivir.
Sobrevivir diariamente.
Se detuvo debajo de una parada de colectivo
inutilizada porque se sentía cansado y los ojos le ardían y le llorisqueaban.
Ya no sabía si era por el ardor o por la impotencia, pero los ojos le lloraban.
Las lágrimas se confundían y lo confundían, e iban quemando sus mejillas. A su
alrededor, la gente pasaba corriendo, cargando con alguna provisión para el día
y resguardándose donde podían. Dejó los bidones y la bolsa con los alimentos a un costado y se sentó en el banco de la
parada para descansar un poco. Sacó el pañuelo de su bolsillo y se secó los
ojos. Se dio cuenta que no podía respirar bien y que se le había nublado la
vista. Mantuvo el pañuelo un rato sobre los párpados cerrados para ver si le
pasaba ese efecto desagradable. Y así, a oscuras, lo invadieron sensaciones que
antes nunca habían pasado por su mente. Quizás sería mejor olvidar, pensó. Y
acostumbrarse. A los barbijos, los bidones y la lluvia. Al cielo denso, siempre
opaco. A la ciudad desierta, llena de despojos humanos, vacía de vida. A correr
y buscar. Siempre correr y buscar. A esqueletos en las calles, de árboles, de
animales y quizás muy pronto, de seres humanos.
De repente, un ruido lo despertó de su
estado aletargado y quitando el pañuelo de su cara, que sentía sucia y mojada,
volvió a abrir los ojos. Los bidones y la bolsa habían desaparecido. Miró con desesperación a su alrededor y vio que un hombre se los llevaba corriendo por el centro de la
calle. Salió detrás de él y en vano intentó alcanzarlo porque el ladronzuelo se
confundió con la multitud desorientada. Corrió hasta que lo perdió de vista y se
detuvo porque le faltaba el aire y ya no podía controlar el llanto. Las lágrimas,
de impotencia, de dolor eran cada vez más abundantes, se confundían con la
lluvia y lastimaban, dejaban marcas profundas.
Siguió caminando con la respiración
entrecortada y la mente ausente y cada vez un poco más enferma. Algo había
cambiado en él en ese preciso instante. No sabía precisar qué era exactamente,
pero se sentía distinto. Sí, sería mejor
acostumbrarse. Todos se acostumbrarían, al final. Él, sólo caminaba, ahora con
las manos vacías. Su mirada había cambiado, las lágrimas se habían detenido de
repente. Caminaba, con su barbijo siempre puesto, mirando a ambos lados,
minuciosamente, buscando, tratando de encontrar a algún distraído que, como él,
dejara un bidón con agua al alcance de su mano. Sí, decidió que seguramente lo
encontraría… antes de llegar a su casa.
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