Y
un día Piki se fue. Así llamamos al chimango que había encontrado Virgi en la
plaza, para año nuevo. Ya lo habíamos sacado al patio unos días antes para que
se fuera acostumbrando a la libertad. Lo pusimos sobre una planta de mandarinas
y allí se quedó todo el tiempo, pasando con cuidado a otras ramas, probando
equilibrio sobre terreno que no conocía. Exploraba, observaba, descubría. Pero
no se iba. Lo dejamos un rato para ver si remontaba vuelo, pero no lo hizo.
Entonces, Virgi lo tomó nuevamente y lo llevó al patio luz. Aún teníamos miedo
de que algún animal doméstico se adueñara de su vida.
Desde allí,
miraba hacia abajo, al patio, y nos observaba con indecisión; quizás no se
sentía preparado todavía, pero su instinto le decía que ese no era su lugar. Quedó un buen rato allí, y luego se fue, casi
sin avisar, porque no lo vimos alejarse. Nos quedamos con la congoja de su
partida y con la duda de su destino. Salimos al patio, miramos al cielo, sobre
los árboles y los techos vecinos, pero no estaba. Piki se había ido; debíamos
acostumbrarnos a la idea. Pero al día siguiente apareció sobre el techo otra
vez. Había regresado. Virgi se subió para darle de comer y él se aproximó con
la confianza y la seguridad que da el cariño recibido. Quizás no había
encontrado comida; tal vez se sentía solo. La cuestión es que decidió volver.
Estuvo un tiempo dando vueltas del techo a un árbol; lo observábamos, nos
observaba. Y volvió a partir.
Pero al otro día, casi a la misma hora, apareció
nuevamente. Y esta vez entró al patio luz a comer, se quedó casi toda la tarde
allí, donde había pasado sus primeros días, y a la tardecita se fue. Quizás
vuelva, quizás no, pero será su decisión. Porque nunca fue prisionero de
nuestros deseos. Seguramente aún vacila sobre su rol de mascota. Y si decide volver, allí estaremos.
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