Esperaba un ómnibus urbano cuando vi pasar una
bandada de biguaes, así me dijeron que se llaman estas aves. Eran muchísimas. Se
veían grandes, con negro y brillante plumaje. Formaban una punta de lanza hacia
el este y cambiaban constantemente de lugar en las filas.
Mirándolas perdí el ómnibus, no me importó, lo que veía me subyugaba. Eran hermosas. Había fuerza en sus aleteos, orden en las filas y una minuciosa lucha por la supervivencia. Todas eran igualmente importantes.
Terminaron de pasar y cuando ya no podía
verlas, seguí mi camino.
Pienso: "Qué suerte tienen, no sirven para
mascotas, son magníficas y el hombre no puede volar para atraparlas".
Los gorriones, los horneros, las torcazas, están siempre con nosotros. ¿Has visto cómo juegan en primavera? ¡Hasta parecen niños!
Ese pensamiento me lleva a mi infancia. Mi madre tenía canarios, tordos, cardenales y zorzales. Los mimaba. Su monólogo mañanero era picaresco y con cierta complicidad les respondían con trinos que sólo ella comprendía. Cuando era época de empollar los pequeños y frágiles huevos, les ayudaba a cuidarlos. Les hacía nido con hilos de telas que obtenía deshilachando viejas prendas.
Tenía
amistad con el tordo que se posaba en su hombro cuando realizaba su paseo
diario. Ternura y secretos que sólo mi madre y sus aves compartían. Recuerdo las
hojas de lechuga estratégicamente colocadas en las jaulas, el alpiste, las latitas
de picadillo para el agua y el huevo picado. Trabajo que mi madre, con
indiscutible placer, realizaba todos los días.
Recuerdo también a la mamá pata, que presumía orgullosa de la hilera de patitos amarillos, como pompones. Algunos salpicados de manchas negras, con patitas y piquito rojos. La seguían en prolija fila por el patio, recorrían la huerta y el jardín rumbo al lago. Ella y sus patitos sabían el horario de las comidas, después de saciarse, se paseaba muy oronda por la casa. Al entrar al comedor, la mamá pata, con el pico tiraba del vestido o del mantel pidiendo migas o quizás diciendo: ¡Atención, aquí estamos!
Al día siguiente, vi de nuevo pasar a los biguaes. Una bandada emigraba quizás en busca de mejor clima. Quise gritarles: "Quiero ir con ustedes ¡Llévenme! ¡Llévenme a recorrer el mundo!".
Entonces me dije: Deja de soñar…
Seguí caminando por las calles del pueblo. Encontré
dos palomas muertas y me pregunté: ¿Por qué mueren aquí? ¿Tendrán cementerio
las aves, así como lo tienen los elefantes? Un poco más allá de las palomas, dos
enamorados. Él está en la vereda y ella tras las rejas.
En el
mismo lugar se encuentran el amor y la muerte.
AUTORA: Leiden Roberta Fontanini
Santa
Fe Capital (Santa Fe- Argentina)
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