I
Tenemos un chimango. Es un
pichón que encontró Virgi en la plaza una tarde; estaba solo y expuesto a
cualquier depredador que pasara por allí. Lo cargó y lo trajo a casa para
alimentarlo hasta que pudiera manejarse por sí mismo. Tenía apenas unas suaves
plumas que asomaban con timidez y unos ojos enormes y saltones. Lo pusimos en
un patio luz donde tiene muy poca tierra- solamente en un par de macetas sin
plantas- y donde puede recibir sol y aire natural constantemente. Pero no es su
hábitat. Siempre desconfiado, cuando nos acercamos a darle de comer, se oculta
detrás de cualquier objeto que pueda resguardarlo del peligro, y se encoje como
escondiéndose en su delicado plumaje. El hombre es una amenaza para él, se lo
dice su instinto natural; nadie se lo enseñó, pero él lo sabe. Nos ponemos un
guante grueso para protegernos de sus probables picotazos o arañazos y le damos
trozos pequeños de carne y agua con una jeringa. Come y toma pero sospecha; no
piensa que sólo queremos ayudarlo. A veces lanza unos chillidos que nos asusta,
pero indica que está vivo y se puede defender. Las plumas cambian, son más
oscuras y ya toman diferentes marrones. Lo observamos detrás de la ventana,
para ver su comportamiento y decidir si está preparado para salir al mundo. Cuando
no nos ve, camina libremente, pero no lo vemos volar. Igualmente intuimos que debe
hacer algún vuelo corto que le permite pasar de una maceta a otra buscando la
tierra.
De pronto, nos sorprendemos.
Virgi se sienta a atender el celular y él se trepa a sus rodillas. De a poco va
tomando confianza; quizás el hombre no sea tan dañino. Ella le habla con voz
suave, lo acaricia, y él ya no se asusta. Nos invade una sensación muy extraña,
nos llenamos de júbilo. Luego, cada vez que Virgi entra al patio luz, él se
acerca y se trepa. Su espíritu salvaje va menguando, pero eso no será bueno
cuando tenga que enfrentar su vida cotidiana, en la que no estaremos nosotros.
En pocos días deberemos dejarlo
ir, para que se adapte y se encuentre con sus pares. Tenemos miedo, porque
sabemos que afuera no lo tratarán igual; pero tenemos claro que no podremos
quedarnos con él. Así es la vida.
II
Y un día Piki se fue. Así llamamos al
chimango que había encontrado Virgi en la plaza, para año nuevo. Ya lo habíamos
sacado al patio unos días antes para que se fuera acostumbrando a la libertad.
Lo pusimos sobre una planta de mandarinas y allí se quedó todo el tiempo,
pasando con cuidado a otras ramas, probando equilibrio sobre terreno que no
conocía. Exploraba, observaba, descubría. Pero no se iba. Lo dejamos un rato
para ver si remontaba vuelo, pero no lo hizo. Entonces, Virgi lo tomó
nuevamente y lo llevó al patio luz. Aún teníamos miedo de que algún animal
doméstico se adueñara de su vida. Unos días después, encontramos que se había
trepado a las chapas abiertas del techo. Desde allí, miraba hacia abajo, al
patio, y nos observaba con indecisión; quizás no se sentía preparado todavía,
pero su instinto le decía que ese no era su lugar. Quedó un buen rato allí, y luego se fue, casi
sin avisar, porque no lo vimos alejarse. Nos quedamos con la congoja de su
partida y con la duda de su destino. Salimos al patio, miramos al cielo, sobre
los árboles y los techos vecinos, pero no estaba. Piki se había ido; debíamos
acostumbrarnos a la idea. Pero al día siguiente apareció sobre el techo otra
vez. Había regresado. Virgi se subió para darle de comer y él se aproximó con
la confianza y la seguridad que da el cariño recibido. Quizás no había
encontrado comida; tal vez se sentía solo. La cuestión es que decidió volver.
Estuvo un tiempo dando vueltas del techo a un árbol; lo observábamos, nos
observaba. Y volvió a partir. Pero al otro día, casi a la misma hora, apareció
nuevamente. Y esta vez entró al patio luz a comer, se quedó casi toda la tarde
allí, donde había pasado sus primeros días, y a la tardecita se fue. Quizás
vuelva, quizás no, pero será su decisión. Porque nunca fue prisionero de
nuestros deseos. Seguramente aún vacila sobre su rol de mascota. Y si decide volver, allí estaremos.
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