Ese no era un día más, era
el día de la madre y yo entraba a esa casa que luego sería la mía, por primera
vez, y lo hacía como novia oficial, los abuelos y tíos solteros que habitaban
la misma me esperaban ansiosos, al llegar cada uno me dio la bienvenida con
palabras cariñosas.
Luego de almorzar fuimos al
patio, él estaba ahí resguardado a la sombra del limonero y no vino a mi
encuentro, ni al llamado de su dueño; aún empequeñecido por la posición
adoptada, lo descubrí imponente, el hocico saliente, las orejas
tiradas hacia adelante, alertas y puntudas, los ojos muy oscuros, y el pelaje canela y negro hacían de él, un animal
majestuoso. Jack fue llamado varias veces, haciendo caso omiso,
me miraba con el rabo del ojo inquisidor
y molesto por los celos; ese día concluyó así, no quise acariciarlo porque una
suerte de temor me lo impedía, y también
sentía de mi parte algo parecido a los
celos.
Con el correr de los días,
Jack y yo fuimos reconociéndonos, era un cachorro juguetón y activo, el único
que podía dejar mis zapatos en esas condiciones, los sacaba de mis pies y
mordisqueaba hasta dejarlos inutilizados. Escurridizo y gracioso, como
demostración de alegría, enganchaba mis vestidos y ensuciaba mis remeras y
pantalones, todo le estaba permitido.
Una de esas tardes de
primavera hice con ese pequeño gigante un pacto tácito, yo jamás lo apartaría
de ese reinado al cual lo habían confinado, y él no me destronaría de ese lugar
que más adelante yo habitaría junto a esos abuelos y tíos solteros, al
convertirme en la señora más joven de la casa.
Nos habíamos hecho
entrañables, tanto que yo me había convertido en su única dueña, aunque atrevido
y retozón al impartirle órdenes, no siempre obedecía, el mejor momento del día
era el que compartíamos en la plaza, ahí disfrutábamos de juegos y ternura
excesiva.
De a poco, el paso de los
años fue cambiando los escenarios de la vida. El primero en irse fue el tío
Juan José, debido a tanta tristeza, al poco tiempo nos dejó la abuela, para ese
entonces Jack había dejado su hábitat en la terraza y disfrutaba de su cucha
debajo del limonero; la casa se volvió triste al ser habitada por solo tres personas.
También Jack comenzó a cambiar, su hocico se cubrió de nieve, y su pelaje se
fue volviendo claro y sin vida, pero aún así se lo veía como el animal bello y
cariñoso que otrora había sido.
Pasaron algunos años y llegó
el día en que nos dejó el abuelo, y con su partida la casa se afianzó en su melancolía.
Jack había superado su
tercer lustro, estaba casi ciego y sus patas traseras carecían de movimiento ya
que padecía una enfermedad en la cadera, displasia diagnosticaron los médicos,
le habíamos acondicionado un carrito para poder llevarlo a la plaza, que aunque
ya viejo, todavía disfrutaba de ese paseo, dejó de adoptar el limonero como
sombra protectora para ocupar la alfombra ubicada a los pies de nuestra cama.
Una noche me miró con sus
grandes ojos oscuros, y supe de su cansancio y sufrimiento, calenté leche con
miel, se la di a beber y, mientras acariciaba su lomo maltrecho por la
enfermedad y los años, le relataba en voz alta pasajes de nuestra historia, le hablé de los
primeros encuentros, de sus celos y los míos, de sus bondades, de pequeños
enojos, de nuestros juegos y nuestras tristezas. Supe que me entendía, lo subí
a la cama, lo arropé y acaricié mientras se
quedaba dormido, a la mañana siguiente volví a arroparlo, aunque ya era
tarde.
Ahora descansa a la sombra
de ese limonero verde y frondoso, testigo y cómplice de sus travesuras, que lo cobijará
debajo de nuestro pequeño cielo para siempre.
AUTORA: María Cristina Gioffreda
C.A.B.A.
(Buenos Aires- Argentina)
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