En seguida se ganó la simpatía de todos los vecinos, incluso de las sociedades canina y felina que habitaban el barrio y que la tomaron como un entretenimiento diferente, ya que frecuentemente se la veía jugar con integrantes de estos dos grupos. Era común verla transitar por patios y jardines o frentes de casas, cuyos dueños trataban de no hacer ruido para no espantarla, y mantenerla un ratito más, como si fuera su mascota. Nadie sabía bien donde dormía porque siempre “aparecía” y todos le daban de comer. Cuando veía que alguien le traía comida, se acercaba lentamente, calculando la distancia, y esperaba que la persona se alejara para recién tomar su ración. A veces, se alimentaba de los balanceados de los perros y gatos que robaba con mucha astucia, mientras el verdadero dueño de la comida estaba distraído.
Formaba parte, también, de las reuniones sociales, durante el transcurso de las cuales comía de las sobras que “caían” al suelo. Era habitué, por ejemplo, de un club del barrio donde semanalmente un grupo de amigos se reunían a comer y donde ella era también protagonista, pasaba casi desapercibida alrededor de la mesa, sin acercarse demasiado, hasta que alguien le tiraba algún pedacito y entonces salía a gran velocidad con el preciado trofeo. Por las mañanas, asistía al izamiento de la bandera en la escuela primaria, lo que distraía la atención de los alumnos que cantaban “Aurora” parados en la fila. Y por las tardes concurría al “campito” donde los chicos se juntaban a jugar al fútbol, ella los provocaba e intentaba quitarles la pelota sin ninguna intención de atacarlos o se quedaba en un extremo de la canchita observándolos mientras jugaba con algo que había encontrado.
Para los extranjeros era una novedad y un atractivo pintoresco del pueblo. La radio y el cable local hicieron un informe especial que luego transmitieron a localidades vecinas, informando sobre nuestro simpático individuo. También fue motivo de fotos para quienes queríamos tener un testimonio de que lo salvaje puede convivir en armonía con lo doméstico y cotidiano.
Solitaria, distante y observadora, siempre midiendo las distancias, no se dejaba tocar, como sabiendo que estaba en un lugar que no le correspondía. Pero rondaba libremente las calles del pueblo y ya todos sabíamos que formaría parte de la historia de Clucellas, por eso, la cuidábamos. Cuando pasaba un auto o cualquier vehículo por esa zona, el conductor reducía la velocidad si veía que la zorra estaba cruzando. Y cuando hacía unos días que no aparecía todos preguntábamos por ella y sólo nos quedábamos tranquilos cuando alguien afirmaba con seguridad “yo la vi ayer” o “estaba jugando en tal o cual esquina”.
De a poco y no sabemos por qué, se fue cambiando de barrio. Y algunos decían que la habían visto peleando con otros perros, varios de ellos acostumbrados a cazar. Muy rara vez se asomaba por el centro del pueblo y su habitual ausencia ya nos preocupaba.
Un día pasó lo imprevisible, o quizás lo previsible. La zorra volvió al barrio, herida. Se recluyó en el rincón de un patio y casi no se movía. Fue en esos instantes cuando permitió que se le acercaran y la tocaran, acaso en señal de agradecimiento por todo lo que habían hecho por ella los humanos. Un agradecimiento silencioso y profundo, reflejado en su mirada, que poco tenía de salvaje. Había invadido un espacio equivocado, el de los animales domésticos, y la naturaleza, sabia y perfecta, se lo reclamó. A lo mejor, llamó demasiado la atención de los hombres para que los otros animales soportaran su presencia. Celos, lo llaman algunos, competencia, le dicen otros, la supervivencia al fin.
Ni siquiera el veterinario la pudo salvar, las heridas ya habían hecho lo suyo, en ella… y en nosotros.
AUTORA: Beatriz Chiabrera De Marchisone
Clucellas (Santa Fe- Argentina)
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