Había una vez un extraño lugar donde las ramas de los
árboles y los gallos de las veletas habían quedado quietas. Las nubes en el
cielo aparecían y desaparecían pero sin moverse. A nadie se le volaba el
sombrero y las banderas no flameaban en lo alto de los mástiles. Todo eso
porque el caprichoso viento se había quedado sin ganas de soplar.
Un día Gastón, el papá de Juan, lo tomó de la mano y a
paso lento entraron en el cañaveral con un machete filoso. El pequeño no comprendía
mucho el motivo del paseo. Seleccionaron cañas que, por lo que entendió,
servirían de esqueleto para armar un pájaro de papel. Según la historia que le
contó mientras volvían a casa, iban a armar un juguete que volaría tan pero tan
alto que llegaría a besar la Luna.
La elaboración fue mágica: mediciones precisas,
cortes, ensamblados, diseños coloridos. Todo entusiasmaba a Juan, si no fuera
porque necesitaban viento para remontarlo. “No esperes el viento para hacer un
barrilete” dijo el papá, y aunque el niño no percibía el doble mensaje de esas
palabras en ese momento, sentía que era importante.
Una tarde en la que el sol brillaba y la luna que era
blanca opaca se achicaba día a día, la
cabeza de Juan sintió cosquillas. Sus cabellos se alborotaron y sus oídos
zumbaron. Las hojas flojas y amarillas
de los árboles empezaron a pasar volando a su lado. “¡Qué raro todo!” se dijo
Juan. Entró a su casa corriendo para
contarle a la familia lo que estaba sucediendo. La cara de Gastón se iluminó
con una sonrisa y exclamó: “¡Llegó Juan, llegó! ¡Es el viento! ¡Ahora verás
para qué armamos este barrilete! No perdamos tiempo, está todo listo para
remontarlo antes de que el viento desaparezca otra vez”.
Hacia un descampado se dirigieron y después de algunas
explicaciones técnicas, Juan vivió la mejor experiencia que jamás había soñado.
En sus manos estaba el poder para mantener en el aire a ese pájaro con plumas de papel y huesos de caña. Se
elevaba y se elevaba mientras sus ojitos lo acompañaban y se perdían en el
cielo. Como la cometa se acercaba más y más a la Luna, el papá le aconsejó que
tirara del hilo para traerla de regreso o por lo menos, para hacerla descender
un poco. Tiró y tiró del piolín pero no logró desprenderla, la larga y colorida
cola estaba enredada en uno de los cuernos de esa luna menguante. Lejos de
entristecerse, Juan pensó que su novedoso juguete había cumplido el sueño de
abrazar y besar a la Luna. Entonces,
cortó el hilo y les permitió vivir ese romance.
Y colorín colorado, otro barrilete será armado.
AUTORA: María Alejandra Civalero
Clucellas (Santa Fe- Argentina)
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