Hace
unos años, fui de visita a la casa de Marian, una joven que se había mudado a nuestra ciudad, por
razones de trabajo. Nos conocimos, por casualidad en un Supermercado, cuando la
ayudé con su carrito que había quedado trabado. Desde ese momento nos hicimos
amigas, conocí a su familia, integrada por su esposo Fernando y a sus
dos tesoros: Nahuel y Emmanuel. Esa
tarde de septiembre, mientras bebíamos una taza de té, la conversación la llevó a recordar pasajes de su niñez, muy
parecido a los míos:
-Cuando
niña me gustaba jugar con una cometa, que con mucho amor la confeccionaba mi
padre, para participar en juegos con mis amiguitas.- Con los ojos brillando de
alegría, como alejada de la realidad
proseguía:
-
Algunas amigas, tenían hermanos varones, que se las hacían para
complacerlas. Esperábamos ansiosas la llegada de la mejor estación del año, la
Primavera, para ver el cielo teñido de colores,
con cometas tan bonitas.
-
Nuestros padres, pertenecían a la Comisión Directiva del Centro Vecinal AMISTAD Y PROGRESO, integraban la subcomisión de Recreación Infantil, que se
encargaba de mantener en buenas
condiciones un terreno baldío, a continuación
de la cancha de fútbol. Desde la tribuna, se divertían viéndonos correr agitadas,
acompañando el vuelo de esos pájaros artificiales, que alcanzaban alturas impresionantes…
-
Jugábamos con la inocencia de nuestra edad, la competencia no estaba en nuestra
mente, lo hacíamos de puro gusto. La
alegría nos embargaba a todos por igual, cuando algún niño o niña, lograba el
triunfo. Lo festejábamos con aplausos y gritos de satisfacción. Había algunas
caritas largas, la de los perdedores que nos miraban de reojo, como desafiándonos para la tarde siguiente, eran
los chicos de otros barrios. La luna, era nuestro reloj, natural, cuando aparecía brillando en todo su esplendor,
nos recordaba que era la hora de volver
a casa.
Yo
la escuchaba divertida, mientras me tendía una bandeja con trozos de
bizcochuelo:
-
Me gustaba liderar al grupo que me acompañaba a diario, queríamos ser las primeras en llegar al
baldío, cada una llevaba su cometa, teníamos todo ese espacio verde para
nosotras, así iniciábamos la más hermosa
aventura, corretear libremente hasta ver a nuestros pájaros de papel, alcanzando
altura y quedarnos quietas, extasiadas,
viéndolas remontarse, moviendo
una larga cola con papelitos de colores. Cuando el viento soplaba fuerte,
soltábamos el ovillo al suelo, para darle más hilo, así continuaba elevándose,
de esta manera evitábamos que la fricción
del hilo, nos lastimara las manos.
Me
había olvidado de mencionarles, me gustaba
pintar, no como profesional, simplemente amaba y amo la pintura. En mi adolescencia asistía a
clases de Dibujo y Pintura, organizado por la Comisión Directiva de la
Biblioteca Bartolomé Mitre de mi ciudad.
Esa
noche, había regresado a casa muy entusiasmada
con la idea de plasmar en un cuadro, las confidencias de Marian. Me había
dirigido a un pequeño atelier, ubicado
en una habitación pequeña del primer piso de casa, llevando un vaso de leche
fría, porque no tenía ganas de cenar. Una suave brisa entraba por la ventana
entreabierta, contemplaba el cielo, parecía una noche encantada, y puse manos a la
obra. Al cabo de unas semanas, estaba
concluida, la titulé: “Llegar a la luna trepada a la cola de una cometa”. Me
había esmerado tratando de ser fiel al relato: sobre un cielo azul con estrellas titilantes, se destacaba la
luna creciente rodeada de un halo de luz blanca, en la parte inferior, colgaba
una frágil cometa, con una larga cola de pequeños triángulos de colores. Una
creencia popular, cada triángulo representaba un favor especial que se
hacía a la luna…
Hoy
ocupa un lugar muy especial en el dormitorio de mi sobrino nieto. Cuando voy de
visita a su casa, me toma de la mano y me lleva hasta su dormitorio, señalando el cuadro me pide mimoso: -Tía
cuéntame la historia de la cometa.
-Había
una vez una niña pequeña, llamada.… La verdad, es un pasaje de mi infancia…
AUTORA: María de los
Ángeles Albornoz
Monteros (Tucumán-Argentina)
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