Con sus 6 años, Tino se sentía mayor y tenía sus motivos ¡Había aprendido a escribir su nombre y el de toda su familia, además de los números hasta el 20! También, hacía muchísimo tiempo que no usaba chupete ni mamadera, a diferencia de sus primitos que incluso vestían pañales.
El último 3 de marzo, día de su cumpleaños, la torta, en forma de carpa de circo, tenía solo una vela. La mamá, se justificó diciendo que seis eran muchas y sería peligroso tener una gran fogata sobre el pastel. A Tino le había parecido una exageración, aunque no dijo nada porque imaginarse aquella situación lo hizo sentir grande y eso le gustaba.
Nuestro pequeño adulto, sabía que, a pesar de esta evidencia, había algo que vergonzosamente todavía lo anclaba a la niñez. Aquello de lo que no hablaba con los amigos y solucionaba provisoriamente en complicidad con sus padres. Después de cada cena y del beso de las “buenas noches”, le dejaban encendido el velador de la habitación, para que durmiera en compañía de una tenue luz. De chiquito, nunca supo por qué, la oscuridad de su dormitorio lo aterrorizaba, al igual que la luz de la luna, que sea redonda o menguante, no hacía más que recordarle la negrura que teñía las calles y la plaza.
Un fin de semana de otoño, de visita en casa de sus abuelos, Tino confió su secreto a aquel viejito que siempre tenía todas las respuestas y soluciones. El anciano le narró una historia que le había contado su madre cuando era pequeño y trataba de un plan ideado por un grupo de mariposas para debilitar la fuerza de la oscuridad en las noches.
Resulta que una bandada de mariposas rebeldes decidió burlar a la noche armando un barrilete con metros de cola multicolor como sus alas. Con ayuda del viento, el barrilete visitaba la luna cada vez que asomaba dejándole pinceladas de brillantes colores que la embellecían, la hacían sonreír y transformaban la tenebrosa noche en un simpático descansar.
Maravillado con la historia del abuelo, a pedido de Tino, la familia completa se pasó el domingo construyendo un gran barrilete con caña, papel e hilo. Al llegar el atardecer su gran cola multicolor flameaba en el cielo, alegrando a las estrellas que una a una se acomodaban a disfrutar del espectáculo.
AUTOR: Bruno Giménez
Lehmann (Santa Fe- Argentina)
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