Contemplaba la antigua lata de
masitas dulces, esas con un vidrio en la cara del frente, que su mamá guardaba
como recuerdo del almacén que había tenido la abuela en esa misma casa donde
hoy vivían. Ya estaba casi completa, hacía muchos años que guardaba en ella
papelitos brillantes de golosinas. Algunos rojos con pintitas doradas de
caramelos de frutilla, otros a rayas verdes y negras de esos ricos bocaditos de
menta y chocolate, otros plateados que en su momento forraron chupetines de
dulce de leche o aquellos a rombos brillantes y opacos, en contraste, que
envolvían alfajores triples.
Eran épocas de pandemia, según le
contaron su maestra a través de la computadora, la hermana mayor cuando se
tiraban en el futón a ver tele o su papá al regresar del trabajo. Circulaba por
el mundo un bichito invisible que si se introducía en tu cuerpo, te ibas a
enfermar, por eso había que cuidarse mucho. Cuando los mayores tenían que salir,
era obligatorio taparse la nariz y la boca con un barbijo, cosa que al
principio le causaba gracia, pero después se convirtió en una costumbre. No se
dictaban clases en los colegios, en los
clubes y su mamá tenía sumo cuidado con la higiene de las habitaciones, los
utensilios y todo lo que manipulaban diariamente, pero él no tenía permitido salir de casa…
El ingenio debía agudizarse al máximo
para pasar los días lo más entretenido posible. Como todavía era invierno, el
patio se podía disfrutar a la hora de la siesta si el sol lo entibiaba un poco.
Entonces eran momentos de revolcarse con el pequeño Beagle rodando juntos por
el césped a las carcajadas.
El atardecer era destinado a juegos
de mesa, manualidades y creaciones para ocupar el tiempo antes de la cena. Así fue como se le ocurrió hacer pequeños
moños con todos los papelitos guardados en esa extraña caja que le parecía
sacada de alguna película en blanco y negro. Caían uno a uno los papelitos
dentro de un canasto que le alcanzó su mamá para que no se desparramen. Cientos
de mariposas multicolores revoloteaban dentro de ese recinto de mimbre.
Buscó una larga cuerda y los fue
atando uno a uno hasta lograr una interminable fila de moñitos o mariposas o
bichitos de luz, porque en su imaginación aparecían diferentes interpretaciones
de su arte.
Al saludar a sus papás, antes de irse
a dormir, le preguntaron qué haría con eso y la respuesta fue que era un collar
para la luna.
Corrió la cortina de su cuarto, se
acostó y sobre la alfombra dejó el multicolor obsequio ofreciéndoselo a la luna
que brillaba poderosamente en un renegrido cielo de julio.
Se quedó dormido porque la atención
en combinar colores, en atar bien los moños y en que quede un trabajo prolijo,
porque la luna era merecedora de eso y mucho más, lo habían cansado mucho.
Durante la noche, un grupo de colibríes
lo vino a visitar, con el pico corrieron el vidrio y se llevaron el collar.
A la madrugada, una brisa fría le
acarició la cara y lo despertó. Miró la alfombra pero el collar no estaba, muy
apenado se quedó mirando el techo, mientras sus ojitos se humedecían, pero algo
le llamó la atención a través del vidrio, era la luna que lo saludaba con una
gran sonrisa en agradecimiento al hermoso collar que tenía colgado de su
plateado cuello.
Pronto la pandemia será un recuerdo,
pero Matías jamás olvidará las horas compartidas dentro de su casa, con los
afectos más cercanos, quienes lo contuvieron, le aconsejaron, explicaron y
enseñaron que juntos, en armonía y con mucho amor, todo tiempo difícil puede
resultar más soportable, provechoso y útil para afianzar lazos dentro del
hogar.
El ingenio, la fantasía y la inocencia no descansan en tiempos de
cuarentena.
AUTORA: Liliana Ravasio
Rafaela (Santa Fe- Argentina)
No hay comentarios:
Publicar un comentario