Buenos Aires. 5 de
mayo de 2006
Señor Profesor del
Taller Literario
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De mi mayor
consideración:
Por la
presente quiero agradecer a usted, como profesor, y por su intermedio a quien
corresponda, el que me haya puesto en comunicación con el señor Tagore, a quien
conocía sólo por su nombre.
La reseña biográfica
y los comentarios que hizo usted en clase acerca de las obras de este escritor
bengalí provocaron mi curiosidad y el fin de semana pasado se produjo un
encuentro casual que creo transformará mi visión de las cosas en el futuro.
Le estoy escribiendo
desde esta oficina donde voluntariamente me encerré para pasar el resto de mi
vida entre formularios, sellos y genuflexiones. Mis sueños de juventud se
acabaron cuando dejé de vagar por las playas al amanecer, buscando entre las
huellas de la resaca, pequeños restos que me hablaran de otros mares, de otros
tiempos, de otra gente.
Pero sobre todo, me
faltó encontrar el mensaje que, encerrado en una botella, alguien hubiera
tendido hacia mí para guiarme, para darme la mano a través del tiempo y la
distancia; mis anhelos no habían sido satisfechos hasta ahora. Nunca encontré
otra cosa que restos de gastadas redes pescadoras.
Entonces me
introduje por décadas en este futuro seguro y aburrido, enormemente gris, de
esta oficina estatal.
--¡Pero esto se
acabó!... ¡se acabó el sábado pasado, entre una función de cine y una porción
de pizza!...
Encontré el mensaje,
lo envió Rabindranath Tagore en persona, y no estaba metido en una botella,
escondido en la arena de una playa solitaria; estaba en una mesa de ofertas de
una librería de Corrientes al 1700. Son las ochenta y ocho palabras más
hermosas que conocí, al menos hasta hoy, fueron escritas en 1914, hace casi
cien años, y dicen así:
“Tú, que no sé quién
eres, tú, que lees estos versos míos
que ya tienen cien
años, escucha:
no puedo darte ni
una sola flor de todo el tesoro de la primavera,
ni una sola luz de
estas nubes doradas.
Pero abre tus
puertas y mira; y escoge, entre las flores de tu jardín,
El hálito de las
flores muertas hace ya cien años.
¡Y ojalá puedas
sentir en tu corazón la alegría viva que esta mañana
de abril te envía, a
través de un siglo, cantando dichosa!..”
¡Adiós, oficina,
aunque me tengas entre tus cuatro paredes, ya no soy tu prisionero!...y a usted
profesor, ¡muchísimas gracias!...
Sin otro particular,
saluda a Ud. atentamente:
Alberto E. Feldman
AUTOR: Alberto E. Feldman- BUENOS AIRES (Argentina)
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