Cuando despertó vio
sobre su cabeza una sombrilla de palmeras cimbreantes, cargadas de enormes
manojos de cocos. Estaba en una isla.
Las piernas le
ardían, cuando se inclinó para ver, se dio cuenta de que era la única parte de
su cuerpo que había quedado expuesta al sol. Estaba realmente
trastornado por el accidente, tenía que sobreponerse a lo ocurrido, analizar la
situación, ver si era la única persona que se había salvado. Pero no tenía
fuerzas.
Se volvió a
recostar, el sol velozmente comenzó a zambullirse en las cálidas aguas y se
durmió profundamente.
Un abrumador
concierto de pájaros lo despertó, recién en ese momento tomó conciencia cierta
de lo ocurrido. Se remojó un poco el cuerpo para despabilarse, recogió un coco
caído en la arena, con una piedra logró perforarlo. La sed y el hambre cesaron
un poco.
Se untó todo el
cuerpo con el refrescante líquido sobrante y decidió recorrer la isla buscando algo,
¿Pero qué?
Un giro del destino
había virado su vida, era igual a aquel barco sin timón, que lo había arrojado
a ella. Lo único que lo ataba a un mundo lejano era un pequeño block mojado y
un lapicero que habían sobrevivido en su bolsillo y su vida. Estaba solo,
frágil como un niño, al constatar su tragedia de haber sido abandonado en un
portal.
Pasaron días de
reconocimiento buscando comida, un ser humano. No encontró nada, sin embargo la
vida bullía por todas partes.
Había que comenzar a
elaborar un plan, este golpe del destino lo había despojado de todo, pensó en
su familia, en su vida, en quién los abastecería de ahora en más. Pero era
inútil, él tenía que sobrevivir hasta que alguien viniera a rescatarlo. Por lo
tanto su tarea ahora era otra.
Llegó la pregunta
¿Qué haré? ¿Cómo sobreviviré? Y comenzó a recoger todo lo que el mar arrojaba a
la playa, botellas, restos de redes, Ya vería.
Limpió las botellas
las puso a secar, las utilizaría cada tanto, para enviar mensajes en ellas, con
sus datos; el block y el lapicero serían solo para eso. Aprovecharía cada
bajante, cruzaría el camino de la espuma, nadaría más allá del rompiente para
que las corrientes pudieran arrastrar mar adentro las botellas, rogando que no quedaran
enganchadas en alguna red.
Talló en una piedra
la fecha, la que había llegado a la isla, su nombre, y cada tarde marcaba con
una raya el fin de ese día. Así sabría el tiempo transcurrido. No quería
enloquecer.
Construyó con
palmeras una pequeña choza, pescaba con los restos de redes encontradas, con algunos
anzuelos enganchados en ellas, seguramente de aquel barco. Comía moluscos y caracoles
apiñados en las piedras interiores de la isla.
No tenía con quién
platicar, tenía temor de perder el habla, la comprensión, siempre hizo gala de
tener buena memoria, y decidió escribir en la arena, los nombres de sus seres
queridos, poemas y todo lo que le viniera a la mente, para mitigar en algo
aquellas ausencias.
Luego lo memorizaba
todo y para escuchar una voz, lo recitaba, las primeras veces se hacía silencio
en el islote, los pájaros callaban, luego se fueron acostumbrando a ese sonido
agudo, hasta que su voz dejó de ser propia y se entreveró con el dialecto de
las aves.
El tiempo pasaba
inexorable, era tanto lo que recordaba, lo que había aprendido de sí mismo, que
esa misma fuerza, hacía creerle férreamente que volvería al hogar tal cual se
fue. Aunque nadie mejor que él sabía que, de todo viaje se regresa diferente.
Hoy enviaría el
último mensaje; ya casi no funcionaba el lapicero y esta era la última hoja del
pequeño block. Sin embargo el mensaje fue otro.
Todas las circunstancias
habían facilitado una alianza indestructible con la isla, era parte de ese paraíso,
donde no había calendario, block, ni lapicero, solamente un viejo sabio que
recitaba para sí y sus habitantes, las mismas historias de vidas pasadas.
Decidió dejar de
tallar los días en la piedra. No recordaba nada más para escribir en la arena. Qué
sentido tenía, si él mismo representaba el tiempo, flaqueando, su barba cana,
desprolija, su cabello largo y escaso.
Una tarde pasó por
las cercanías un barco de pescadores, igual a aquel que sufrió el siniestro, que
lo arrojo hasta aquí. Estaban recogiendo las redes y encontraron como tantas
veces entreverado entre los peces, una botella con un mensaje dentro.
Ellos decían que lo
que contenían esas botellas, eran mensajes de amor, encuentros y despedidas. No
eran para ellos, era de mal augurio quitarle al mar algo que no les pertenecía.
Entonces las tomaban del cuello para darles más impulso y las devolvían al mar
sin leer su contenido, para que llegaran a buen puerto.
Bien sabían estos
curtidos hombres de mar, que la tragedia recala, cuando los mensajes no llegan
a tiempo.
AUTORA: Brenda Alzamendi- MONTEVIDEO (Uruguay)
1 comentario:
Precioso relato, Brenda. Me encantó.
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