Fue en San Vicente
de la Barquera, Cantabria, España. Un atardecer en el que el sol se había
puesto la corbata, nada más y menos que para salir con la Luna y besarle su
otra cara.
Paseando la arena a
la orilla de su mar Cantábrico, sobre la tranquila marejada de las olas vi una
botella blanca con su tapón de champán bien ajustado y, dentro, un pergamino,
que me pareció A-4, delicadamente enrollado con un lacito rojo. Pensé cogerla y
abrirla, pero decidí que no; que debía dejarla, pues no esperaba carta alguna
más allá del mar.
-Nada mejor que se
esté quieta ahí donde está con esa neblina luz de atardecer esperando a alguien
que, intranquilo, vendrá a por ella, me dije a mí mismo.
Pensé, también, qué
Mantra traería, qué Música se escucharía dentro de ella, una vez abierta. Si
sería como el de una preciosa caracola con la que, puesta al oído, adivinamos
sueños. O, quizás, fuera como aquella carta que le escribí a una amiga de colegio cuando, en
verano, estuvimos de vacaciones en Comillas, Cantabria, metiéndola en un
botellín vacío, blanco y pequeño, de tónica, tapándole con una chapa, en la que
le decía:
-Chiquilla,
recuérdame cuando nos hayamos ido de la paya, y yo te siga soñando.
AUTOR: Daniel de Culla- Vallelado, Segovia- ESPAÑA
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