Ella tenía su hogar
en una villa
balnearia.
Vivía con su
familia,
pero sola se
encontraba,
pues el amor de su
vida
a su vida no
llegaba.
Ella tenía un balcón
desde el cual
siempre miraba
cómo moría la tarde,
cómo febo naufragaba
en el fondo del
paisaje,
entre las olas
opacas.
Del otro lado del
mar,
en una modesta casa
a un par de cuadras
del puerto,
en soledad habitaba
un pescador
traicionado.
El hombre, cada
jornada,
veía nacer al sol
porque siempre
madrugaba
en busca de su
sustento
entre las olas
doradas.
Ella vertía sus
cuitas
en poemas que creaba
con la más dulce
cadencia,
con las más bellas
palabras,
pero que nadie leía.
Así, nadie se
enteraba
de la triste soledad
que por dentro la
anegaba.
Él se internaba en
el mar
pero, en su precaria
lancha,
además de
instrumental
de pesca, siempre
llevaba
uno de sus viejos
libros
(que al leerlos
disfrutaba)
y algunos litros de
vino
con los cuales
mitigaba
el dolor de la
perfidia
que su mujer le
causara.
Un día, la de este
lado
del mar, encontró,
entusiasta,
la manera de lograr
que sus versos
navegaran
hacia sitios muy
remotos…
Una imagen
legendaria
la estimuló en
internet:
la de una botella
vacua
que un pergamino
enrollado
en su ancho vientre
alojaba..
Así comenzó a buscar
vítreas botellas
vaciadas
y a colocar sus
poemas
de amor y luego
cerrarlas,
para arrojarlas al
mar
desde su vecina
playa…
Y así, quienes los
leyeran,
de sus penas se
enteraran.
Quiso el destino que
aquel
pescador, desde su
lancha,
vio un recipiente
brillar
con el sol de la mañana.
Pensó en un rico
licor
que los dioses le
mandaban,
pero cuando lo tomó
descubrió la extraña
carta.
El hombre se
conmovió
al leerla. No
pensaba
que hubiera un alma
gemela
que por afecto
clamaba
y era la literatura
algo que los
acercaba.
Dejó así de desechar
los envases que
vaciaba
y comenzó a
responder
las misivas en su
barca.
Era, por ser buen
lector,
su redacción
delicada.
Quien firmaba
aquellas odas
era la destinataria.
La poetisa, una
tarde,
bajó a la vecina
playa
a cumplir con su
misión
y su sorpresa fue
magna…
Una botella encontró
como las que ella
mandaba
y aquel mensaje de
amor
con su nombre
comenzaba.
Esa noche no durmió.
Escribió una nueva
carta
en la que se dirigió
a él, mientras
preguntaba
dónde se hallaba
aquel puerto,
dónde tenía su casa,
al tiempo que le
pedía
que viniera a
rescatarla.
Después besó aquel
cristal,
antes de lanzarlo al
agua.
Ella repitió la
acción,
soñando que una de
tantas
esquelas llegase
allí,
a aquella ciudad
portuaria
y la comunicación
entre ambos se
prolongara.
El pescador,
mientras tanto,
sus glosas
perfeccionaba
para sentirse a la
altura
de la ilustrada
muchacha.
Si saber que ella
tenía
en su poder una
carta
de las tantas que le
envió,
continuó con su
cruzada,
cada vez que una
botella,
de vino, él mismo
vaciaba.
Pero, pasaron sin
prisa
los días y las
semanas,
después los meses,
los años
y miles de noches
largas.
Y no volvió a
repetirse
la quimera. Ya las
aguas
no llevaron a
destino
esas románticas
cartas.
Y así, se les fue la
vida
a estas soñadoras
almas.
Cuentan que un día,
un turista,
una playa desolada
recorría, distraído,
y encontró,
semienterradas,
un par de añejas
botellas
puestas por la
marejada.
Le llamaron la
atención,
pues las dos juntas
estaban,
y procedió a
recogerlas
para después
destaparlas.
Lo que más le
sorprendió
fue ver cómo se
cruzaban
los nombres de dos
personas,
mutuamente
enamoradas,
tanto como
remitentes
y, a la vez,
destinatarias.
El mar los había
unido,
sin que jamás se
enteraran.
AUTOR: Jorge Emilio
Bossa
San Francisco
(Córdoba - Argentina)
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