No es la primera vez. Podría no
interesar a nadie. Pero no lo permite y por eso está allí, encerrada.
Su
carácter irascible es tan conocido como caprichoso. No va a cambiar. De ahí el
enfado y desagrado de quienes deben lidiar con ella. Pega, araña, muerde,
lastima, escupe, amenaza y maldice cuando la atacan, cuando dudan de ella.
Tienen
la misma opinión el párroco, los agentes policiales y su jefe, médicos,
terapistas, psicólogos y psiquiatras, el personal carcelario, el administrativo
y la superioridad, los fiscales y los jueces, los abogados, su familia, las de
las víctimas y los lesionados.
Ha
confesado sin sonrojarse cada vez que la indagan que “ella no quiere matar, que
eso es demasiado fácil”. También repite una y otra vez que “no le gusta que la
molesten”, eso es todo.
Marta
Olaya es una mujer difícil, aunque no lo cree.
Su
último ataque produjo a un ayudante de cocina un tajo de ocho centímetros en el
pómulo y la amputación de media oreja izquierda. El hombre no esperaba ninguna
respuesta. Fue una conversación amable entre dos compañeros de trabajo; él
hervía los fideos, ella picaba el último tomate para terminar la salsa; estaban
los clientes del comedor, montando queso azul cremoso sobre aromáticas y
crocantes tostadas y llevándoselos a la boca para distraer sus estómagos.
Una
moza ingresaba desde el salón, se cerró a sus espaldas la puerta giratoria,
abrió sus ojos exageradamente, se le cayó la bandeja, esperó el grito, fracasó,
el desmayo llegó antes. El hombre, que no salía de su asombro, atinó a tomar un
repasador.
Fue
el ayudante de cocina quien mostró la foto. Era hermosa, estéticamente
perfecta, atractiva. A Marta Olaya no le agradó, menos aun cuando el joven
comentó que la utilizaría como fondo en la marquesina del establecimiento
gastronómico que pensaba inaugurar en unos meses.
—La
leyenda del cartel sería: “Restaurant Buena vida, atendido por sus dueños, José
y Rita”—. Comentó, orgulloso que aquella
bella composición ilustrativa serviría de fondo al cartel y que la obtuvo con
su vieja cámara Canon Eos 700 lente 35-80 mm. La misma
exhibía verduras, frutos de la huerta, encurtidos, pan y vinos.
Y
con un tic de chef profesional, que no lo era, arrojó prolijamente los fideos a
la olla. De allí en más lo conocido. El acero abrió la carne del pómulo y
cayó en la mesada, junto a la espumadera,
el trozo de oreja cortada. Instintivamente, con la intensión de parar el flujo
de sangre, tomó el paño que tenía a mano, se lo llevó a la cabeza y salió
corriendo desde la cocina hacia la cochera pasando por la puerta de servicio.
Un golpe, un crujido y la abertura vaivén abierta, se cerró.
Ella,
apenas sonriendo, miró la foto que lucía apoyada sobre el colador de acero que
esperaba los fideos ya cocidos en exceso. En ningún momento se detuvo en la
belleza de las berenjenas, pimientos, repollo, pastinacas, cebollas, apios, tomates,
zanahorias, rábanos, manzanas, el pan, las bebidas o las conservas avinagradas.
Desorientando
al Juez, Marta Olaya hizo una declaración muy breve. Dijo que ya había puesto
las cosas en su lugar, que se despreocupara; ella lo descubrió y no necesitó
esperar ningún trámite judicial para penar al ladrón.
Afirmó
que unos quince días antes de herirlo, el ayudante de cocina le había robado
los dos canastos que se lucían en la foto. Lo probó. Los tres tejedores de
mimbre del pueblo le dieron la razón, era la única capaz de trenzar lo que
llamaban el engarce “cuatro dedos”, que no es otra cosa que la forma de unir el
asa con la cesta.
No
es la primera vez. Está entre rejas. Le devolvieron los canastos que ahora usa
para las compras la empleada doméstica de la mujer del Juez. Marta Olaya se los
vendió, no acostumbraba a comprar fallos.
AUTOR: Anselmo Miguel Molinas
Santa Fe Capital (Santa Fe- Argentina)
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