Una foto de dos cestas con verduras me
volvía a revivir en la vejez una hermosa infancia en casa de la abuela Rosita y
el abuelo René. Ellos tenían una pequeña
granja en el Pueblo de San Fernando, eran personas alegres y trabajadoras. Se
dedicaban a cultivar hortalizas y verduras. Sentían un gran amor por la tierra,
asimismo criaban aves, un caballo, una
pareja de toros y dos vacas. Lo que más nos encantaba a nosotros era ir a columpiarnos y trepar en
los árboles frutales, comer fruta cogida por nosotros mismos. Eran los años
sesenta, Copiapó siendo el gran productor de minerales tenía pocos adelantos y
el tren acomodaba muy bien a los habitantes que debían recorrer largas
distancias. La novedad para todos, encontrarnos en el camino al valle con las
vendedoras de dulces, el té en botellas, el pollo dorado, el pan amasado.
Crecíamos
y vacacionábamos en esa casa de campo familiar, nos levantábamos a las seis de
la mañana los sábados a tomar el tren y regresábamos los domingos a las seis de
la tarde, cansados y somnolientos a nuestra casa de Copiapó.
Pasaron
los años, y los dos hermanos de mamá que
vivían al Sur del mundo, por primera vez
llegaban a Copiapó, se extrañaban
de ver una casa con tantos árboles frutales y campo. Yo me sorprendía de lo que veía en esa mesa el día domingo. La
abuela había puesto bajo un frondoso
árbol la mesa larga. No me explicaba en
qué momento ella había recogido y
adornado dos cestas grandes con una variedad de verduras muy similar a las
fotos que veía en una revista. Qué hermoso el zapallo, los tomates y morrones,
las zanahorias, etc. No faltaba el melón, las uvas y el pan amasado como
complemento.
Todos
admiraban los frutos de la granja del abuelo y él, con su enigmática sonrisa,
aplaudía a la abuela por su buen gusto para festejar a los invitados. Recuerdo
que el almuerzo de gallinas de campo y asado no podía faltar, el recitado de
mis tíos con el acento del patagón nos ponía un poco melancólico. La abuela con
sus poemas dedicados a los nietos de cuando éramos pequeños alegraba la convivencia.
Dos
veces vinieron los tíos con
sus hijos a visitar a los abuelos
y se regresaron. Esos momentos, todos nosotros, tíos y primos con su acento
patagónico y sus canciones estremecían
el corazón ya que ellos las escribían contando sus penas y alegrías. La
guitarra llenaba el aire con sus trinos y una de las primas cantaba con una
voz que dejaba temblando.
El
abuelo, de un día a otro iba doblándose,
como la rama de un árbol mortificado por el viento, comenzaba a
envejecer de la noche a la mañana. La artrosis consumía sus huesos; disimulando
mi tristeza me sentaba a la orilla de la cama a leerle las noticias, los
cuentos de “Las mil y una noches”, para
sacar una sonrisa de sus labios. Mi abuelo tenía sueños grandes de lugares que
había conocido en la cordillera,
llevando ganado a pastar en las veranadas, y decía que cuando se levantara más repuesto
iríamos a caballo para que yo conociera. Esa noche que entraba el invierno,
comenzaba a llover intensamente, algo desconocido en nuestra ciudad. El abuelo despertaba
con sus dolores, la abuela sentada en la silla, cubierta con un chal le daba las medicinas. Llegaba yo a
reemplazarla y él revivía, me decía
-hijo trae lápiz y papel, anota.- Tengo el aroma de la madre tierra pegado en mis manos, las semillas revientan en los
surcos, yo ruego a mi dios que haga el milagro. Le estoy pidiendo que el bondadoso sol, ilumine los brotes y que mi amada tierra modele las verduras.
Que
los árboles frutales sonrían a la vida, para que los niños con sus gritos de
alegría puedan saborear los frutos, y yo estaré ahí dándoles una mirada.
Eso
fue todo lo que escribía dictado por el abuelo, en tanto él iba quedándose
dormido. Lo abrigaba con delicadeza, él respiraba lento, toda la noche estuve
repasando mi vida y al día siguiente,
con Alfonso, le mandaba un mensaje a mi madre para que viniera a visitarlo. Ya
teníamos un sol hermoso y el barro estaba secándose. El abuelo René se
levantaba y caminaba despacito, lo llevábamos al comedor de diario y lo
sentamos en la silla alta frente a la ventana, desde ahí podía tener una visión amplia del campo. Hablaba con
mi madre y le daba instrucciones, a mi hermanos les contaba chistes, ellos
reían, después de unos minutos se ponían tristones.
La
abuela llegaba con los remedios y él
decía, para qué tanto remedio Rosita, si la tierra me está llamando.
Almorzábamos todos juntos, el abuelo preguntaba.-¿A qué se debe este
silencio?.- Yo no he muerto, y si esto sucede tienen que alegrase porque
descansará este viejo cuerpo y preocúpense de estudiar y cuidar a la abuela. No
vendan el campo, es todo para Rosario y ustedes. Esa noche el abuelo se dormía
para siempre.
AUTORA: Nélida
Baros Fritis
Copiapó (Región de
Atacama- Chile)
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