“Carré
de cerdo a la cacerola con papas y ciruelas”, leyó del libro de recetas de una
conocida cocinera que aparecía por televisión en un programa de la tarde. Eso
es lo que prepararía hoy; era una buena combinación agridulce. Le gustaba cocinar
y ese plato era especial cuando uno tenía que dar una buena noticia.
Guardó el libro en la estantería que estaba sobre la mesada de la cocina
junto a los otros volúmenes sobre repostería y tomó una olla lo suficientemente
grande como para que entraran la carne y la guarnición. Se colocó el delantal para
no salpicarse el vestido nuevo que había comprado para la ocasión y puso un
poco de aceite a calentar sobre la hornalla. En realidad, tendría que haberse
puesto otra ropa para cocinar, pero prefirió vestirse y maquillarse antes, no sabía
muy bien por qué. Sí lo sabía. Estaba ansiosa. No regulaba mucho los tiempos y
las decisiones, y el hecho de vestirse primero le adelantaba un paso. Quizás
los aromas quedarían impregnados en sus prendas, pero no le importaba. Volvió a
la realidad, cosa que le costaba mucho hacer últimamente; tenía siempre el
pensamiento disperso, como en otro lado. Tomó un par de cebollas y el cuchillo
grande y comenzó a picarlas para preparar el fondo de cocción para el carré. El
ácido invisible del bulbo triturado se elevaba y le llegaba a los ojos
provocando un ardor que se mezclaba con dolor. Se le correría el delineador,
pensó, con los ojos que sentía demasiado humedecidos. La cebolla picada siempre
la hacía llorar, como Ernesto, a quien recordó mientras presionaba el cuchillo
con fuerza y con golpes seguidos sobre la tabla de madera. El muy desgraciado
tenía continuamente una excusa para postergar o cancelar las citas, pensaba,
mientras una lágrima caía sobre el mármol de la cocina y ella cerraba los ojos
con fuerza para que se fuera esa desagradable sensación. Mientras más
presionaba los ojos, más le ardían. No sabía muy bien si las lágrimas eran por
la cebolla o por el fugaz pensamiento sobre Ernesto. Se secó con el repasador que
tenía a mano; efectivamente el delineador había quedado ahora sobre el paño
blanco. Volcó la hortaliza en la olla, que hizo un ruido chirriante y
desprendió un humo instantáneo al tocar el aceite caliente. Le agregó también
unos trozos de pimiento para que le diera color y sabor, y bajó un poco el
fuego de la hornalla para que no se le quemara. Todavía le punzaban los ojos y
seguramente los tendría colorados e inflamados por habérselos frotado. Tendría
que volver a maquillarse. Tomó el trozo de carne rosada, lo dispuso sobre la
tabla y lo golpeó un poco con el martillo de madera para que se ablandara. Eso
es lo que tenía que hacer con su padre, ablandarlo para que no se enojara
cuando ella le contara. Pero eso no lo podía hacer con el martillo, con él tendría
que aplicar otro método, algo menos agresivo; la comida sería quizás una buena
opción. Saló la carne de los dos lados y la colocó en la olla sobre la cebolla
y el pimiento ya salteados, y luego sazonó
con hierbas y agregó laurel, tomillo y orégano para resaltar aún más el sabor.
Eso es lo que Ernesto le daba a su vida, sabor; su relación tenía todos los
condimentos, en ocasiones dulce, otras amargo, a veces picante, otras salado;
como en las comidas. Ya se comenzaba a percibir el aroma en todo el departamento
y, aún mañana, quedaría impregnado en las cortinas y tapizados; lo que haría
que ella recordara la situación de la cena especial. Para apagar el calor que
quemaría el fondo de cocción le echó un poco más de agua y dejó la olla
semitapada para que la justa evaporación dejara la salsa un tanto espesa. Espesa.
Espesa se iba a poner la charla. Estaba segura. Aunque su madre quizás la
entendería. Eso es lo que ella esperaba al menos. Luego de un rato, dio vuelta
la carne, agregó más sal y peló las papas que comenzó a cortar en cubos.
Cortar. Quizás ella hubiera estado a tiempo de cortar con Ernesto y comenzar
una relación normal, más simple, como querían sus padres, con casamiento y
todo, como una comida finamente decorada a los ojos, pero que cuando la probás
no tiene gusto. A ella le gustaba bien aderezada. “Azúcar, pimienta y sal”,
como decía la canción, ¿quién la había escrito?, no se acordaba, pero qué razón
tenía. Comenzó a cantarla como un homenaje al autor, mientras destapaba la olla
para mover un poco la carne nuevamente.
Terminó con las papas y las agregó a la
preparación, cuando ya faltaba poco para que el carré estuviera cocido. Las
papas iban al final porque sino quedaban demasiado blandas. Ella sí que había
sido demasiado blanda con Ernesto, tendría que haberle exigido más, ahora se
había puesto más dura, una iba aprendiendo a fuerza de equivocarse. Él la quería.
A su manera pero la quería. Quizás ya era tarde. Seguidamente, adicionó las ciruelas, para
darle un toque dulzón. ¡Qué dulce era Ernesto cuando se lo proponía!, lo
recordaba y lo saboreaba, se le hacía agua a la boca. Tomó una de las ciruelas
que habían quedado en la bolsa para saciar esa sensación.
Debía
apurar un poquito el fuego porque se le hacía tarde. La cita era a las nueve. Levantó
la tapa y cortó un trozo de la carne para probar si estaba con suficiente sal.
Con el apuro, se quemó la punta de la lengua. Ahora le quedaría sensible por
unos días. Sensible, casi con dolor, como se sentía ella ahora, y una lágrima
volvió a brotar de sus ojos que secó con cuidado para que no le quedaran tan colorados.
Quizás se había apurado con Ernesto y se había quemado. Como cuando probó la
carne. Tendría que haber tomado sus precauciones. Buena comparación, pensó. En
un ratito estaría la comida. Se dirigió al baño para retocarse el maquillaje;
no quería dejar vestigios de sus lágrimas.
Sonó
el timbre mientras ella estaba preparando la mesa. ¿Serían sus padres o
Ernesto? Esta vez no había encontrado pretexto para faltar a la cita y había
logrado reunirlos a los tres. Pasó cerca del modular y vio los pasajes, los
metió dentro del cajón para que no le hicieran preguntas por anticipado y se
cuidó de ocultar la valija detrás de la cortina que cubría el ventanal. La
comida ya casi estaba a punto, como ella. Lista para la gran noticia. Acomodó
los cubiertos supervisando que todo estuviera perfecto, como si fuera una
puesta en escena, en la que ella tendría
que brillar con la actuación y ya estaba llegando su público. Se dirigió a la puerta
y miró por el visor. Vio que ya estaban los tres, Ernesto y sus padres, que
habían llegado juntos. El ojo del visor los deformaba, como si fuese una
caricatura. Qué gusto le daba verlos a
los tres, quizás por última vez juntos. Todavía no sabía qué les serviría
primero, la comida o la noticia. Al final, un bebé siempre era una buena
noticia para ser recibida con un buen plato. Y lo del viaje, lo del viaje se
los explicaría el padre de su hijo, que la pasaría a buscar a medianoche, luego
de la gran comida.
AUTORA: Beatriz Chiabrera de Marchisone
Clucellas (Santa Fe- Argentina)
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