La mesa nunca estaba vacía. No solo porque ellos eran muchos, sino porque la casa se les hacía chica y la cocina-comedor era el único lugar destinado para trabajo y reunión.
Doce eran los hermanos. A los mayores: Luis, Esteban, Amalia y María, de veinte, dieciocho, dieciséis y catorce años, les habían puesto los nombres de sus abuelos, pero a la llegada de los siguientes se les acabó la imaginación. Los nuevos se nombraron como Quinto, Sexto, Septimia y Octavio; sus edades iban de los doce a los siete años. Peor fue cuando nacieron dos tandas de mellizos. Entonces, directamente recurrieron al santoral, criando a Roque y Agapito de cinco con Cipriana y Justina, de tres.
Durante el día se distribuían en la mesa cuadernos, juguetes, revistas, restos de galletitas, un frasco con bichitos de luz, lapiceras, figuritas, algún pañuelo sucio. A la hora del almuerzo o cena , la madre tiraba todo adentro de una canasta de mimbre, la misma que había contenido horas antes: papas, ajíes, cebollas, acelga, repollo y cuanta verdura y hortaliza pudieran ir a parar a un sustancioso guiso que satisficiera a tantas pancitas.
Como si no hubiera suficientes comensales, a veces, un amigo de los chicos se quedaba (“donde comen dos, comen tres”). No faltaba que alguno de los agregados quisiera echar a un legítimo diciendo “vos andá a comer a tu casa. Hoy acá me toca a mí” a lo que terciaba la madre “Minguito, dejálo. Ése también es de la familia”.
Doce eran muchos hijos. Incontables los problemas, suprema la responsabilidad, aunque los más grandes a medida que crecían ayudaban en el cuidado de los pequeños. Así había hijos/padres, hijas/madres y hermanos que nada compartían, por existir entre ellos una diferencia de diez o más años o bien, podían llegar los sobrinos de casi la misma edad que sus tíos, para sumarse a la comitiva.
Cuando colocaron las cloacas en el barrio, Agapito metió la cabeza dentro de un largo caño y no pudo sacarla. Su voz pidiendo auxilio salía por la otra punta del caño y tardaron una tarde en localizarlo,
Las niñas que jugaban a la visita, se colgaban el gato al cuello como bufanda. Cuando lo soltaban, salía corriendo y no lo veían por el resto del día.
Con doce hijos no había tiempo para aburrirse. Los adultos lavaban, cocinaban, cosían y planchaban sin parar. Los medianos trabajaban o estudiaban, los pequeños dibujaban, jugaban, se escapaban al potrero o hacían travesuras. Alguno, tareas sobre la mesa. La mesa que siempre estaba ocupada, la mesa que no descansaba nunca, la mesa que no dormía.
AUTORA: Beatriz Barsanti
Villa Adelina- San Isidro (Buenos Aires- Argentina)
No hay comentarios:
Publicar un comentario