Era la infancia ese sol gordo y rojo alumbrando la
casa de los nonnos, era la infancia vestida de faldas cortas, zapatitos
Guillermina y moños en el pelo.
Hoy evoco esas vacaciones invernales y estivales que
tenían un lugar de privilegio destinado a los días felices, donde la risa era
una protagonista recurrente, ¿cuáles eran esos días?, cómo se conformaba su
reloj sin prisa.
Bien temprano
por la mañana llegaba el lechero dejando sus botellas de vidrio verde, sobre el umbral de la puerta de calle, donde
más tarde correría junto con mis hermanos a ver quién se apropiaba de la
gordura yacente en su tapa de metal plateado, luego llegaría el cartero
cargando su valija de sorpresas epistolares, en nuestro caso venidas de Europa,
donde contarían anécdotas y avatares los que habían sobrevivido a la guerra.
Era la infancia , cuando Villa Urquiza comenzaba a ser uno de los barrios más lindos
de la Capital Federal, donde un número no pequeño de mercaderes ofrecían pavos , gallinas, y pescados , coloreando ese paisaje urbano mixturado de poesía.
Cuando el sol hacía “click” y la tarde comenzaba a
apagar sus luces, aparecía un señor ofreciendo, en un límpido fluido salado,
los lupines, allí se desplegaba todo un
ritual cómplice donde con mi “nonno mamá” que así lo llamaba diferenciándolo del “nonno papá”, nos sentábamos frente a la puerta de
casa degustando esos “pequeños soles”, mientras entonábamos canzonetas napolitanas, propias de su terruño.
Mi infancia fue las flores del patio, el olor a
jazmines, a rositas diminutas, la medianera teñida de verde por la enamorada
del muro, la alegría meciéndose en el aire mientras esperábamos la llegada de
don Antonio, el paisano frutero que cada mediodía se apersonaba con su
fileteado carro pintado de brillantes tonalidades, entregando su lozana mercancía
llena de gusto y deleite visual, luego de la compra, una de mis tías soltera le
decía, “ dale la yapa a las nenas, (que éramos mi hermana y yo) y sino que se
te muera el caballo”, demás está decir que el colorido carro era empujado por
don Antonio, que invariablemente sonreía
con la humorada.
Otro de los rituales eran los quince pasos que
separaban nuestra casa de la despensa de don Tito; por la “serata“, como
llamaban los nonnos al atardecer, nos entregaban el pedido hecho
en “el pomeriggio” las primeras horas de la tarde, ahí aparecía el hijo
adolescente de don Tito con su canasta llena de aromas, colores y sabores que
se utilizarían en las comidas de los días venideros, esas comidas libres de
conservantes donde todo te caía bien porque estaban hechas con entrega y mucho
amor.
Esa fue mi infancia, un crisol estallando en
atrevidos rayos de luz, donde un sol
gordo y rojo cobijaba esas imágenes cotidianas de pasos pequeños.-.
AUTORA: María Cristina
Gioffreda
C.A.B.A. (Buenos Aires- Argentina)
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