Tras las cortinas blancas de la casa se ocultaba su tristeza,
agazapada, traicionera y asesina, la angustia en el pecho lo golpeaba.
Trataba de entender, pero era inútil, como una estrella fugaz se le iba
de los dedos
atravesaba su corazón y formaba un aluvión de barro que lo atrapaba.
Miró el sol que apenas asomaba por la ventana tras las cortinas,
cerró los ojos a la verdad y a la luz.
No le gustaba lo que veía ni lo que sentía,
sin embargo, debía vivir, respirar, caminar.
Se preguntó el por qué de las cosas, el sentido de la vida
el fin del amor, el comienzo de la realidad
que como un hielo derretido baja del pico de las almas.
Los sueños de su juventud se habían transformado en dura piedra,
ahora el silencio de las aves en el cielo lo acompañaban.
No pretendía ser feliz, solo poder vivir en paz.
Sus últimos años venían hacia él como un buitre negro y carroñero,
solo le dejaba pequeños bocados de alegría.
No le temía a la muerte, pero le parecía cruel y mezquina
y la vida una miserable señora que lo ahogaba sin cesar.
¿Hacia dónde va la fragata cuando ya no sopla el viento de la juventud?
Como barco a la deriva las vidas recorren su camino ilusorio
creen que sus pensamientos son eternos e infalibles
pero al final caen en un pozo oscuro y tenebroso.
Sin embargo, alzó sus ojos al cielo azul, brillaba,
como relucen las estrellas en enero y palpitan.
Supo que la vida sobrevive a los pensamientos,
que el Creador acude a los reclamos
de los hombres de fe.
Y el ciclo continúa siempre, siempre
mientras haya un sol de esperanza.
Miró al rincón oscuro de su comedor
allí estaba como testigo de su soledad.
Un majestuoso árbol de luces como luciérnagas
era como un faro llegado de la eternidad.
Debajo un pesebre tomaba vida y lo conmovió bruscamente,
sus ojos rojos lloraron y Jesús renació en su ser.
AUTOR: Osvaldo Gustavo Fernández
Zárate (Buenos Aires- Argentina)
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