Sentada en el
viejo sofá, observa la estrella de navidad iluminando nuevamente la sala. Rememora
momentos de la infancia de su pequeño, recordando su sonrisa y el destello en
su mirada cada vez que lo acunaba entre sus brazos. Una parte de ella quería
seguir navegando en los mares repletos de camiones, pelotas y autitos de
colores; la otra, la devolvía al presente, admirando la ternura y entereza de
su otro hijo. La nota en el anverso de la añosa foto familiar la había
estremecido. A pesar de los años, con aquel regalo recién se estaba permitiendo
volver a admirar el resplandor que regalaba la navidad.
Por mucho
tiempo, el nacimiento de Jesús los invitaba a reunirse en familia, rememorando
su llegada, como lo hicieron hace más de dos siglos los Reyes Magos, dejándose
guiar por la estrella de Belén, para rendir culto al Rey de Reyes.
Cada ocho de diciembre
buscaban en la bodega los adornos, el pino y las luces. Se disponían a cumplir su
ritual navideño, decorar la casa de rojos, dorados y verdes colores. Cada uno
tenía una misión, Pablo buscaba las luces, con Moncho ‒‒como le decían a Ramón,
su hijo mayor‒‒ se encargaban del centro de mesa, las guirnaldas y figuras que
representaban al viejito Pascuero; por último, la misión de su marido era encontrar
y desempolvar el pino, además de buscar el pesebre y las botas de intenso color
carmesí que colgaban en la cortina
En familia
decoraban el árbol y la casa, dejando para el último la estrella. Entrelazando sus
cuatro manos, la ubicaban con delicadeza en la punta del pino navideño para
simbolizar la luz de vida y fe que los guiaba, representando con esto el astro
que iluminó la llegada del niño Dios.
Esto lo hicieron
por muchos años, los niños ya eran unos adolescentes e igual participaban en la
decoración de la casa para esta simbólica fecha. Los colores, las luces y
principalmente el árbol los remontaba a la infancia de cada uno, las caras de
sorpresa por sus primeros patines, autopistas y bicicletas. Tenían por costumbre
reunirse en familia: su madre, cuatro hermanas, cuñados y sobrinos, todos
juntos para disfrutar de la cena y compartir regalos.
Un día todo
cambió, parte de su alma sucumbió aquella tarde de agosto, navegando en una
eterna oscuridad. Su vida fue eclipsada, el dolor la envolvió impidiendo que la
luz del día iluminara sus sentidos, aquel manto oscuro que cubrió sus ropajes
el día que lo despidió, no solo representaba su angustia, sino el nuevo color
de su espíritu.
Fue una bala
loca la que se escapó del arma del policía, embistiendo de improviso a Moncho,
su primogénito, siendo la culpable de apagar para siempre las luces en su vida.
Desde ese día Carmen no le encontraba sentido a las celebraciones, cumpleaños,
fiestas patrias, ni mucho menos Navidad. Luego de muchas investigaciones, le
dijeron que todo fue producto de un mal procedimiento; al joven policía lo
habían dado de baja; a ella le entregarían una abultada suma en compensación
por el “error cometido”.
Abrumada en la
penumbra de la noche reflexionaba “¿De qué me sirven las disculpas oficiales, el reconocimiento del
“error” y el dinero? Me arrebataron a mi hijo en la flor de su vida, estaba a
punto de titularse; un joven alegre y soñador. Con su partida siento que la luz
de cielo se apagó, ocultándose el sol para siempre en mi vida ¿Cómo quieren que
celebre?, sé que ya han pasado más de cinco años desde su partida; me han dicho
mil veces ¡Carmen, el luto no puede durar por siempre!, que tengo otro hijo al
cual dedicar mi tiempo y entregarle amor, que mi esposo también necesita el
cariño que le he negado. ¡Lo intento, pero no puedo!, sé que a veces me ausento
de mis propios sentimientos, siento que con su partida mi alma solo puede
seguir derramando lagrimas lentas y eternas”.
En vísperas de
navidad, un rayo de sol se filtró por su ventana, iluminando suavemente su cara.
Pablo su hijo menor, se acercó a su cama dejándole un regalo; le pidió que lo
abriera cuando estuviera tranquila y sola.
Carmen se sentó
en el viejo sofá, con delicadeza abrió la caja, era un bonsay con una estrella
en su punta, acompañado de una foto familiar celebrando la última navidad que
pasaron los cuatro juntos. En el anverso de la foto una nota: “Mamá, sus ojos color esmeralda ahora iluminan
el firmamento, fundiéndose con la mágica estrella de Belén”. Una lágrima
rodó por su mejilla, esta vez no era angustia lo que la embargaba.
Lo ubicó en la
mesa de centro, sintiendo un destello que iluminó todo el lugar; era él, acompañándola
nuevamente con su sublime existencia.
La estrella le devolvió la luz a su vida.
AUTORA: Carolyn Letelier Cortez
Comuna de
Pudahuel (Santiago- Chile)
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