Esa casa
con una escalera tratando de besar el cielo, cobijaba mis juegos y
travesuras en las vacaciones estivales, cuando mi cotidiano paisaje pueblerino
cambiaba por la bella avenida de Los Incas, allá en Villa Urquiza.
Esa casa, que más tarde descubrí pequeña, pero a mi corta edad le parecía gigante, recrea la nostalgia de los momentos allí vividos junto a "los nonnos mamá", como cariñosamente llamábamos a mis abuelos maternos mis hermanos y yo, no pocas veces ví sus ojos húmedos al recordar la tierra que los vio nacer y luego partir tan lejos con miedos e ilusiones nuevas, hacia una Argentina que recibía inmigrantes con idiomas y costumbres muy alejadas a las de su país de origen, pero esto es historia ya contada por muchos, yo quiero resaltar el amor a la familia y las tradiciones de estos dos seres tan queridos.
La nonna Rossina, tenía el cabello gris tomado con peinetas, ñata, de ojos oscuros, dientes separados que le daban un aire adolescente y de pequeña estatura, legado que me dejó, enamorada de un napolitano, alto, rubio, alegre, muy bien parecido y de transparentes ojos turquesa, esto último herencia que solo fue privilegio de mi hermano, ella era capaz de resolver cada situación; solía sentarme en su falda, frente a un plato con aceite y agua, y luego de rezos y persignaciones, traía calma a mi fuerte dolor de cabeza.
Se los escuchaba hablar en una suerte de diálogo gestual y palabras inentendibles; eran graciosos y muy queridos a juzgar por el recuerdo que tengo, de ver la casa poblada de parientes, paisanos, y amigos. Promediando el mediodía llegaba, no sin demasiado disimulo, el cartero, a tomar ese "bichiere di vino" que la nonna le ofrecía. Lo mismo sucedía con un paisano vendedor de frutas al que mi tía le decía --sino le das la yapa a las nenas que (éramos mi hermana y yo) ojalá se te muera el caballo, era cómico su decir, ya que el que tiraba del carro era el frutero. Por la tarde el vendedor de lupines ofrecía su mercancía mientras oía cantar al nonno esas canzonetas napolitanas que cuajaban sus ojos de estrellas.
Hay recuerdos que quedan marcados como si los viviéramos hoy; eran las fiestas de navidad y año nuevo, el veinticuatro por la mañana la casa se despertaba con ruido de cacerolas provenientes de la radio, por ese entonces nadie dejaba de escuchar "Levántese contento" conducido por Carlos Ginés, un locutor simpático que hacía bochinche con las cacerolas, adelantándose a épocas venideras; claro que los objetivos eran diferentes. Luego de la cena la celebración estaba ligada a la misa de gallo, en la Parroquia San Alfonso de nuestro barrio.
El veinticinco por la mañana la casa se inundada de aromas y sabores ricos, esperando la llegada de parientes de sangre y de los otros, en esa casa de puertas abiertas nadie quedaba fuera de los festejos; al promediar el mediodía, yo me maravillaba con la llegada tardía de Papá Noel en persona; bajaba por esa escalera empinada que llevaba al cuartito de la terraza cargando juguetes para todos los niños de la casa, alguna vez mis ojos infantiles, se asombraron al encontrar al día siguiente en ese mismo cuartito, el traje rojo, gorro, botas y hasta la barba, que según el relato de los tíos, se había dejado olvidado al calzarse uno de lana para visitar latitudes más frías.
Entre los tíos abuelos, mi especial cariño era para ese hombre tímido que seseaba al hablar, tío Genarino, un ebanista exquisito que llegaba siempre engominado, de impecable camisa blanca, traje y sombrero gris trayendo en sus manos un panetone gigante de nueces, almendras y avellanas; él era blanco de las cargadas de mis tías solteras que a los gritos le pedían que nos diera monedas a mis primos, mis hermanos y a mí, tal la costumbre de aquellos años.
El
ritual navideño aquietaba sus ruidos cuando las primeras sombras de la noche
oscurecían el patio poblado de helechos, begonias, y lazos de amor.
Esperaríamos una semana para que el treinta y uno de
diciembre muy temprano se escuchara por
el combinado música romántica de los 50 y 60, (bugui-bugui) rock y canciones propias del terruño de los nonnos.
Más tarde la casa volvería a poblarse de hijos, nietos, y hermanos, para celebrar nuevamente, y mi cerebro almacenaría para siempre ese aroma de pollo con papas, ajo y perejil, esas aves cienpies, ya que a todos los chicos de la familia, que no éramos pocos, nos tocaba la pata, luego vendría la ensalada de frutas con mucha azúcar y oporto, por esa época no se hablaba de edulcorantes, grasas trans, o químicos; la comida estaba hecha con mucho amor y siempre caía bien.
El primer día del año, a pesar del intenso calor, se recibía con ravioles caseros y algunas botellitas muy pintorescas de vino chianti, luego de consumirlas alegremente los hombres dormían la siesta en el fresco patio de baldosas con dibujos búlgaros, más tarde el mate, el café, las confituras y "el pomerigio" como llamaban al atardecer, marcaba la hora de partir, en ese momento a los nonnos se les abrochaba un nudo en la garganta dejando asomar sus lágrimas .
Pero no todo terminaba ahí, enseguida comenzaba una negociación entre los nonnos, mis tías solteras y mi padre para que a mi hermana y a mí nos dejaran hasta reyes; la estrategia, era que todos insistían en que a nosotras nos dolía la cabeza o la panza, era tal nuestra angustia por la posible partida que terminaba por dolernos de verdad, así era como de a poco veíamos partir a todos los parientes, incluidos mis padres y mi pequeño hermano, otra vez los nonnos, las tías y nosotras habíamos ganado la pulseada.
Al acallarse los últimos ruidos, la casa grande antes alborotada de risas y alegría, parecía achicarse en su silencio, esa era la hora de ponernos el pijamas y soñar.
Hoy después de tantos años, mi recuerdo vuelve a subir esa escalera estrecha tratando de besar el cielo, para hablar con ellos y agradecerles las vivencias, y el amor a la familia que me inculcaron esas dos personas entrañables y queridas que llenaron mi vida de momentos felices.
AUTORA: Cristina Gioffreda
C.A.B.A. (Buenos Aires- Argentina)
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