Hace
sólo un momento que acabo de llegar a casa, pero no pude evitar sentarme
inmediatamente en la computadora y escribir esto que estás leyendo.
Con el paso del tiempo, me fui olvidando poco a poco de esos aires de Navidad que comenzaban, cuando yo era niño, los primeros días de diciembre, cuando terminaban las
clases.
Entre el olor de los jazmines y los duraznos, los
chicos jugábamos al aire libre bajo un sol de fuego y la mirada vigilante y
protectora de nuestros padres.
Insensiblemente nos deslizábamos hacia el próximo año, con esa parada tan emotiva en el encuentro familiar de Nochebuena, donde todo prometía ser bueno y feliz para siempre. Luego, pasaron muchos años y
muchas cosas se fueron olvidando.
Pero fue justamente esta tarde cuando recuperé el significado de estos días.
Volveré a sentirlos como cuando era un niño de diez años,
hace ya
más de sesenta y cinco.
Pero basta de cháchara, que aquí va la explicación.
Vengo del dentista, donde desde hace casi un mes voy dos veces por semana por un largo
tratamiento. Viajo desde Belgrano hasta
Villa Pueyrredón, y de regreso tomo hasta Cabildo el ómnibus 107 ó el 114 en la
esquina de las avenidas Mosconi y Constituyentes.
Fue en Mosconi, una ancha avenida de una sola mano, donde esperando
por primera vez en la parada, observé a un muchacho de rasgos aindiados, de
no más de diecisiete o dieciocho años, que como tantos otros, trata de sobrevivir mostrando a su
público, en su mayoría automovilistas al
principio indiferentes, lo que sabe
hacer, cosa que, como vi varias veces,
lo hacía merecedor tanto de un aplauso como de una aprobación en
dinero.
Me dejó paralizado de asombro. Dejé pasar varios colectivos y repetía su
número cada corte de semáforo, una vez tras otra.
Su número era de circo, de los
mejores circos. Hacía malabarismos no con pelotitas ni clavas de madera, sino
con tres machetes de gran tamaño, que
golpeaba uno con otro cada tanto, para probar su legitimidad con su pesado
sonido metálico.
Los arrojaba a gran altura, girando, y los recogía con seguridad por el mango. Cada tanto se
desplazaba un poco y tomaba uno de ellos de su espalda, por supuesto sin mirar, y lo volvía a la ronda con los otros dos machetes. Lo mismo
hacía levantando una pierna y pasándolo
por debajo de la rodilla, e incorporándolo luego en sincronía al ciclo de los otros dos elementos, todo a gran
velocidad.
En un momento, colocó un machete vertical
con el mango sobre su nariz, y caminó varios metros teniéndolo en equilibrio
mientras arrojaba los otros al aire, siempre girando, recogiéndolos y
volviéndolos a tirar, hasta que con un impulso de su cabeza arrojó al aire el
que tenía montado en su nariz y reconstituyó otra vez su trío de machetes voladores.
Nunca perdió el control sobre sus filosos instrumentos ni fue ninguno a
parar al suelo. No había visto nunca nada igual. Quien tiene un dominio neuromuscular
semejante, es un fenómeno.
Mientras esperaba el cambio de
luces para exhibir su número, el muchacho se tomó un descanso y se acercó a la
parada de ómnibus, lo que aproveché para
felicitarlo con admiración.
Le pregunté
donde había aprendido su destreza y si sabía que lo suyo era un espectáculo
circense de mucha calidad; también le dije que debía hacerse conocer por medio
de la televisión o la radio; a lo que contestó que varias personas le habían dicho antes lo mismo.
Aseguró que lo que sabía, lo
había aprendido de otra gente que como él, vivía en la calle, que no quería obligaciones ni horarios, era libre y ganaba lo suficiente, moneda a
moneda, haciendo lo que le gustaba.
Lo decía todo en un castellano
perfectamente claro pero con un acento
cantarino que mostraba a las claras su origen guaraní.
Lo volví a ver cuatro o cinco veces sucesivas, coincidiendo con la
espera del ómnibus después de cada sesión con mi dentista.
La firmeza con que decía esto y la expresión de sus ojos, parecían un canto a la libertad. En un primer momento creí que era un ser libre y feliz.
Meditando sobre esto, llegué a la conclusión de que sólo un
gran dolor y una gran resistencia al mismo tiempo, podían combinarse en una persona y hacer soportable la soledad de la calle y el
dolor entre una multitud ajena.
El miércoles pasado lo vi
trabajando más rápido que de costumbre. En los quince minutos que estuve
esperando el ómnibus, no descansó.
Cuando cambiaba la luz y terminaba su acto en Mosconí, volaba a Constituyentes y así alternó su número sin
descanso entre las dos avenidas. No sé cuántas veces lo habrá hecho ni cuantas
horas al día, pero hoy, 21 de diciembre,
terminé con el dentista y me extrañó no
ver al joven fenómeno luciéndose con sus machetes en el
cruce de las dos avenidas.
Me acerqué al puesto de diarios de la esquina y le pregunté al encargado si sabía algo de él. -Si
señor, me dijo-. Andrés vino a Buenos Aires hace cinco años a buscar a su
padre, pero no lo encontró. Ayer completó
el dinero del pasaje para volver a Oberá,
Misiones, a pasar la Navidad con su madre, ¡Hace
cinco años que no la ve!...
Me sentí feliz y emocionado por
haber sido testigo de este episodio de la calle.
Desde hoy, para mí, Diciembre y las Fiestas Navideñas volvieron a oler a jazmines y duraznos.
AUTOR: Alberto Ernesto Feldman
C.A.B.A. (Buenos Aires- Argentina)
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