Saqué la foto de Jane y
los niños que tenía guardada en el bolsillo de mi casaca, la miré por unos
segundos y salí de la trinchera, atraído por el villancico.
Era el comienzo del invierno, un diciembre
crudo y melancólico, porque además, estábamos lejos de nuestras familias. Ya
llevábamos cinco meses en combate, y aunque esperábamos que todo acabara
pronto, sabíamos que teníamos una misión dura de la cual muchos no saldríamos
con vida. Sin embargo, la guerra y el idioma no fueron un impedimento para que
compartiéramos esa noche especial, donde cada uno anhelaba estar cerca de sus seres queridos.
Estábamos preparados, como siempre, para
atacar. Las órdenes no eran claras pero permanecíamos alerta. Había muchas
bajas debido al intenso fogueo del día anterior y todavía no habíamos recogido
los cuerpos, era muy arriesgado hacerlo; nos encontrábamos extenuados y el frío,
implacable, nos estaba debilitando poco a poco. Y para completar el cuadro, la
cercanía con la Navidad bajaba aún más nuestras defensas.
Fue exactamente a medianoche. Comenzó a
escucharse como un rumor traído por el viento, Stille nacht, heilige nacht…
Nos miramos como no pudiendo entender esa situación en medio de un espacio
bélico. El sonido se fue distinguiendo cada vez un poco más, como si los
autores estuvieran acercándose. Inmediatamente, salimos de las trincheras en
masa, cuidándonos de que no fuera una trampa. Y lo que vimos nos impactó. En
medio de la oscuridad se divisaban luces en las zanjas enemigas, como si
estuvieran decoradas, y los soldados alemanes venían cantando, sin armas,
caminando pacíficamente en dirección a nuestra posición. Eran muchos, y las
figuras quedaban dibujadas en contraste con la tenue luminosidad de las velas y
faroles que iluminaban sus fosas. Nosotros nos quedamos ahí, no sabiendo cómo
actuar, pero luego, hubo algo que nos indujo a hacer lo mismo. Comenzamos a
cantar nosotros también, en inglés, porque reconocimos que el villancico
era Noche
de Paz. Se mezclaron los idiomas en un solo canto, que todos conocíamos,
que todos necesitábamos. Stille nacht, heilige nacht… Silent night, holy night… Y fue como un bálsamo, como cuando uno reza,
que lo hace en su idioma porque sabe que es lo mismo, que no importa si los
demás no entienden. Nos acercamos, los dos batallones, sin intenciones de
atacar y nos estrechamos las manos deseándonos Feliz Navidad, cada uno en su
lengua natal. Pero nos entendimos, y mágicamente, dejamos de sentirnos enemigos
por unos instantes. Y allí estábamos, donde hasta hacía pocas horas nos
enfrentábamos con toda nuestra artillería en tierra de nadie, ambos bandos con
un objetivo común. Se respiraba respeto mutuo y una paz inusual que penetraba
en nuestros corazones de manera inexplicable. Un encuentro cuerpo a cuerpo que
no había sido previsto, ni siquiera imaginado. De pronto, sentíamos que estábamos
peleando una guerra ajena, no la nuestra.
Volví a sacar la foto de mi familia para
mostrársela a ellos, que habían traído whisky, chocolate y cigarrillos para
compartir; nos pusimos a festejar ese “reblandecimiento” en medio del combate
que nuestros superiores no avalarían. Quizás seríamos castigados por eso.
Sin ponernos de acuerdo, comenzamos a recuperar a nuestros caídos recientes que se encontraban detrás de las líneas contrarias y los sepultamos en una ceremonia funeraria común. Espontáneamente alguien tomó una Biblia y comenzó a leer el Salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar…” se escuchaba en un silencio absoluto, vacío de sonidos bélicos. Disfrutamos esa única noche de paz en el Frente Occidental, que fue un “alto el fuego” no pactado, aunque sabíamos que en pocas horas, volveríamos a ser enemigos. Pero mañana, mañana sería otro día.
- Basada en la llamada “Tregua de Navidad” de 1914 (Primera Guerra
Mundial).
AUTORA: Beatriz Chiabrera de Marchisone
Clucellas (Santa Fe- Argentina)
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