En la calle Carmen
Vilches de Tierra Amarilla existía una
casa, cuyo antejardín tenía pegado un
telón que cubría una ventana. Habían
pintado un paisaje árido y de fondo, un cerro Blanco, un albergue en una quebrada y niños lanzándose
pelotas de nieve, otros corriendo. Un árbol de Pascua en una rama de chañar con
algunos frutos, adornado con pequeñas estrellas brillantes y flores de papel.
En el año 1995 todo era posible. Los transeúntes se detenían a mirar,
comentaban que de noche el árbol quedaba
iluminado por la
luz del farol y otra luz que pusieron en el jardín.
En la casa, Leila y
José, su hermano, preparaban los regalos de Navidad y la convivencia para el
día siguiente. Llegarían sobrinos e hijos a cenar ya que, hacía un año que
ambos quedaron viudos y los extrañaban.
El día 24 de diciembre,
desde temprano, comenzaban a recibir a
los familiares, la cena la servirían a las nueve de la noche y los obsequios se
repartirían a las 12, como se acostumbraba en la ciudad. Leila, la anfitriona,
con José, sorprendían a su familia por sus atenciones y todos miraban el árbol
sin decir nada. Los sobrinos
pequeños y nietos comentaban que le faltaban luces de colores.
Llegaba la hora de cenar,
el comedor a media luz y una vela
encendida en una mesa pequeña. Pasaron los invitados a la mesa. La cena consistía en un plato de
tallarines con carne asada y papas doradas, no había licor, sólo agua en una
jarra de vidrio y los vasos. En la mesa, las tazas para el té, menta, y hierba
mate.
Todos los presentes
comían en silencio, los pequeños interrumpían la velada preguntando si antes de
abrir los regalos los dejaban jugar fuera de la casa. A lo lejos se oían ruidos de vehículos y música navideña en una
radio. Estaban en los postres, los presentes
concordaron que era una novedad la sémola con leche y caramelo. Terminaban
de cenar y venía bien beber una taza de té, el nieto abogado solicitaba la palabra para agradecer la invitación y se
dirigía al abuelo José. - Abuelo creo que esta cena fue con un
propósito, quiero conocer el significado
del árbol.-
José respondía.- Es difícil hablar de la vida de los seres humanos en un lugar donde había una y más minas que se explotaban a combo, cuña y barreta. Vivíamos en la precordillera. Por el tiempo les contaremos algunos detalles de nuestras vidas con la tía Leila. Ella decía.-Tienes razón José, la Navidad en nuestra casa, la celebrábamos entre todos, los cuatro hombres y cinco mujeres. La hermana mayor Mercedes, Gloria y Teresa. Ellas, iban al pueblo llamado “La Amarilla”, subiendo y bajando cerros; conseguían una frondosa rama de chañar.
En un pequeño negocio,
por unas monedas, compraban papel de volantín para hacer flores y guirnaldas.
Juntaban papeles brillantes de chocolates y hacían estrellas que ataban con un
hilo en el árbol. Al mirar a la pared se
formaba una sombra fantasmal con la luz
del chonchón.
Teresa, se preocupaba
de encender dos chonchones en los
extremos de la mesa, si oscurecía temprano, mis hermanas servían la comida de
navidad a las seis de la tarde. Consistía en carne de cabro con fideos y salsa
de hierbas olorosas. Los regalos confeccionados por las tres hermanas mayores;
chalinas, gorros y pasa montañas,
toallas con género de saco blanco bordadas a mano, deshiladas en los extremos.
Todos los obsequios salían confeccionados por sus manos. ¿Quién iba a pensar
que teníamos tanto amor y respeto en la familia?
José contaba.- Tengo claro que mi papá nos exigía
leer y tomaba la lección del silabario “El Ojo”, uno por uno, y mamá se
dedicaba a revisar las copias para que escribiéramos bien. Fui el único que
estudiaba en la escuela de la “Amarilla”, un pequeño caserío de mineros. Llegué
hasta tercer año y terminé trabajando de
marucho. Me vine a Copiapó con mamá y mi padre se quedó dormido en “Cerro Blanco”. Esos tiempos han cambiado,
los pequeños usan computador, juguetes
caros y vacaciones en distintos lugares. Los muchachos pueden ir a la
universidad. Nunca le conté a ninguno de
mis hijos cómo aprendimos a leer todos
en casa. Mi padre y los demás
nunca fueron a la Escuela de la Amarilla, yo salía a las siete y 30 de la casa
y subía un cerro, bajaba una quebrada y subía otro cerro y volvía a bajar para caminar siete cuadras.
Así llegaba a la escuelita, teníamos un solo profesor y hacía clases a todos
los cursos.
Braulio, hijo de Leila,
levantaba la mano.- Mi madre nos contaba que ustedes jugaban en la nieve. Que
ese día
tuvieron una blanca Navidad y fueron Felices.
Leila
explicaba.-¿Hermano, recuerdas? Antes de la última Navidad que pasamos en
“Cerro Blanco”, Oscar y tú subían al Cerro y comenzaba a nevar, caían pelotitas de nieve
y las hacían estallar contra las calaminas de la pared de la casa nuestra. Se ganaron un resfrío y los discursos de mamá que
los regañaba.
Uno de los sobrino
dijo.- ¿Tío cómo bajaron del cerro? Nos
resbalábamos y nos asustamos mucho, a pesar de estar mojados como un perro. Al
día siguiente sentíamos alegría al ver aparecer briznas de pasto y pequeñas florcitas blancas.
Todos los niños y
jóvenes aplaudieron y decían que sentían gran alegría de conocer sus raíces.
AUTORA: Nélida Baros Fritis
Copiapó (Chile)
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