Unos
cuantos años atrás, en la madrugada de cada 25 de diciembre y 1° de enero
ocurría algo muy particular; parecía que los festejos de Navidad y Año Nuevo habían
terminado, pero no era así.
De repente,
cuando ya todos en la familia estábamos durmiendo, un golpe en la ventana nos
desvelaba y se escuchaba la palabra mágica: ¡Serenata!
Entonces,
los acordes de guitarras y algún bombo rompían el silencio de la noche con
villancicos o alguna canción del folklore popular que todos conocíamos. Así,
nos sorprendíamos con una zamba de Horacio Guaraní o de Daniel Toro, o la Misa
Criolla de Ariel Ramírez, como parte del repertorio de estos grupos, que iría
variando de acuerdo al paso del tiempo y al cambio de sus integrantes. Las
voces y los sones entraban a través de las persianas y rejas de las casas,
invadían los rincones y se trepaban a las cortinas, y jugaban con nuestro sueño;
esas serenatas de madrugada eran un ritual que todos esperábamos, y que se
repetía cada año.
Cuando el
espectáculo improvisado llegaba a su fin, nos asomábamos a la ventana a modo de
reconocimiento, con una botella o alguna confitura para los cantores, que,
agradecidos, continuaban su derrotero
musical, hasta que la luz del sol les indicara el final.
AUTORA: Beatriz Chiabrera de Marchisone
Clucellas (Santa Fe- Argentina)
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