Noviembre era un paisaje de árboles florecidos en el
fondo mi casa. El azahar del pomelo inundaba la primavera de mi patio, la
pezuña de buey [1]se erguía elegante coronado
en lilas, fucsias y rosados fuertes, los gatos desperezaban su felicidad, al
costado de la huerta mientras el lapacho[2]
estiraba sus brazos delgaduchos sobre la casita de la cane corso[3]
de mi hija. Diciembre se acercaba vertiginosamente y el verano nos invadía las
calles con sus bocanadas de calor, como avisando lo poco que faltaba para su
llegada.
Emiliano llegó agitado, sacudiendo el sobre tamaño
oficio hasta donde, con Amyr, regábamos las plantas. -Mamá, mamá me aceptaron
en Esquel, lee por favor, me gritó entusiasmado-.
Me senté despacio, en silencio, tomé el sobre, saqué
el papel y a medida que iba leyendo, hice mentalmente un cuadro comparativo de
los, pro y los contras de la dimensión real de los cambios que se avecinaban en
nuestra pequeña familia.
El 7 de diciembre debía estar allí, y hasta el 7 de
abril era su estadía obligatoria. Si aceptaba quedaba nada más que una semana
de preparativos, ¿era posible preparar la ropa y las maletas, cerrar la casa y
salir a la semana siguiente? ¿y si mi hija y mi nieto no se adaptaban al lugar
que íbamos? ¿Cómo instalarnos si faltaban muchas de las cosas y de las
comodidades que dábamos por descontadas en nuestra propia casa? Estaba
mascullando la lista de dificultades únicamente. ¡Que pobreza de imaginación!
¡Estaba viendo obstáculos donde debería ver puentes! Sonriendo me repuse y
exclamé: -hijo, que hermosa oportunidad de conocer algo nuevo-
-Pienso igual mamá- tenemos que dar este primer paso
a la aventura-
El 4 de diciembre ya estábamos en Esquel. Habíamos
recorrido 2.523 km desde nuestra Sáenz Peña, en el Chaco hasta esa Chubut
desconocida para todos. La primera semana de estadía, acomodamos todo en una
pequeña casa, la segunda, me dediqué exclusivamente a armar la fiesta navideña.
También comencé una construcción que nunca acabaría.
Sabía de la gente que vivía en el sur, y era de mi ciudad, conseguí sus números
telefónicos y los llamé para contarles de nuestra llegada a la Patagonia. Para
el 20 de diciembre: confirmadas 14 personas y más nosotros 4, en la mesa del 24
seriamos 18. Fui a una tienda y compré algunas telas y a mano hice las botas
navideñas que me faltaban, en la computadora diseñé unas pequeñas tarjetas
autoadhesivas con los nombres de cada uno de los comensales. El domingo anterior
a la semana de la navidad armamos el arbolito y en él colgamos los 18 globos
rojos con el nombre de cada uno. El 23 llenamos las botitas con las golosinas y
concluimos las guarniciones y comidas para el festejo.
El 24 me levanté con el alba, aspiré ese aire tan
especial de la zona, contemplé los azules-celestes detrás de las montañas y temprano
fui a la iglesia a agradecer el cambio tan drástico en nuestro hogar.
En Nochebuena, cuando concluyeron los saludos los
abrazos y los buenos deseos de la medianoche fui al árbol y descolgué los 18
globos rojos, y sabiendo que las palabras son un cobertizo de luz donde podemos
entibiar las alas del desarraigo les dije que, ellos simbolizaban puentes que
debíamos construir entre todos para estar cerca a pesar de la distancia, para
caminar el afecto de una familia a la otra, para abrazar la amistad de una mano
a la otra, para celebrar el amor desde un corazón al otro.
Pasaron muchos años desde entonces, muchas navidades
en diferentes latitudes. Los 18 se convirtieron en 23, en 32, en 45, en 63,
hoy, ahora el árbol de mi casa tiene nada más que globos rojos con los nombres
de los amigos que hicimos en cada lugar.
Son mis puentes. El amor los ha construido. Suficiente. Suficiente.
AUTORA: Alicia Balda
Sáenz Peña – (Chaco –Argentina)
[1] Pezuña de buey o pata de vaca (Bauhinia forficata, antes B. candicans) es un árbol de la familia de las fabáceas, se distribuye por Argentina (Buenos Aires, Catamarca, Chaco).
[2]El lapacho es un árbol que crece en la selva amazónica. La madera
del lapacho es densa y resistente a la descomposición. El nombre
"lapacho", en portugués “palo para palo”, es un término muy apropiado
si se toma en cuenta que estos árboles fueron usados por los indios nativos de
América del Sur para hacer los arcos de caza.
[3] el cane corso o mastín italiano es una raza canina de origen
italiana perteneciente al grupo 2 y molosoide de tipo dogo. Es de talla grande,
elegante, potente, pero es a la vez muy equilibrado y seguro de sí mismo. En el
entorno familiar es muy protector y tolerante especialmente con los niños,
siendo imprescindible tener un proceso de sociabilización durante sus primeros
meses de vida.
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