Se me ocurre que en la imaginación de todos los
hombres aparece la imagen de una postal cuando pronunciamos la palabra
Navidad. Y seguramente, en la mayoría de los casos ella ilustra un arbolito resplandeciente, un pesebre o a un Papá Noel que con su trineo cargado de juguetes recorre
el mundo mágicamente. Y generalmente así se la representa.
Pero cada uno de nosotros vamos generando nuestras
propias postales de Navidad. Es que
mutan los contextos, las personas que se marcharon y dejaron vacíos sus
lugares, los nuevos vínculos, las nuevas vidas
y todas las circunstancias que la vida va entretejiendo, a menudo sin
pedir permiso.
Esto ocurre cada día, es que es el indetenible curso del tiempo que lo provoca. Pero Navidad lo pone más de manifiesto.
Será porque Navidad, como lo digo cada vez que escribo sobre ella, es única. Es la gran aventura de la humanidad
contemplada desde la fe practicante y profunda, desde la fe tibia que cree en
un ser superior y aún desde la mirada de los agnósticos. Será que el poder del
Niño Dios recién nacido llega hasta los
más incrédulos, sin que ellos lo adviertan, pero suscitando buenos sentimientos y estrechando
lazos, aunque estos parezcan ser la superficialidad de una mesa
compartida.
Mi postal de Navidad es un hermoso árbol que
generosamente me supera en altura. Es el árbol soñado, un abeto californiano
que se abre en ramas y más ramas y ramitas donde resplandecen los adornos
dorados y las luces blancas y titilantes.
_ ¡Es hermoso
tu arbolito! _ me dicen a menudo… Y
realmente despierta admiración. Pero
él no fue siempre mi postal, lo es desde hace algunos años y tuve la
sensación, hasta hace poco, que llegó tarde a mi vida.
Mis primeras postales, las de la tierna infancia, la
de las Navidades en el campo no sabían de arbolito ni de Papá Noel. Aguardaba al niñito Dios
que, aún entre lodazales y épocas de
extrema humildad siempre se hacía
presente. Luego la mesa larga, la de la familia numerosa que habían formado los abuelos inmigrantes.
Más tarde, aún niña, apareció la imagen del árbol. Y
este era sólo una rama robada a algún pino de la que pendían adornos caseros,
generalmente papas envueltas en papeles de colores y donde no asomaban luces,
pero que yo contemplaba feliz.
Recuerdo la alegría que me desbordó cuando mi mamá me
compró el primer árbol en un legendario negocio del pueblo: el de Vilma Ratto. Era pequeño y blanco. Se sumaron algunas borlas
de colores y luego las luces.
Con el pasar del tiempo, y luego junto a mis hijos, todas las Navidades hemos armado arbolitos, poniendo
siempre el mejor toque de creatividad, enderezándolos a veces sobre una maceta
con arena, para suplir las deficiencias de equilibrio ante el peso de los años
que exigían una renovación que no llegaba.
Pero yo siempre soñaba con el árbol gigantesco, el
abeto de los cuentos y de las postales… La compra siempre se postergaba… Había
demasiadas cosas que afrontar como para derivar recursos en un nuevo y gigante
árbol. Era superfluo. El árbol soñado
seguía latiendo en mis sueños de mujer madura, ya casi como una quimera
inalcanzable.
Hace cuatro
años, en diciembre de 2016 viajamos con mi esposo a Santiago de
Chile. Por esas cosas que tienen las
economías de nuestros países todo era apetitosamente más barato. Y allí en el
centro de Santiago… ¡Compramos el árbol! ¡Y las luces ¡ ¡Y los adornos dorados!
Esa Navidad el árbol estrenó su presencia y
resplandeció como nunca volvió a hacerlo.
Mi esposo se reponía de una grave
enfermedad y disfrutamos posando junto a
él.
Al año siguiente su silla ya estaba vacía, de la misma
manera que ya las habían dejado antes otros tantos seres queridos … Y el árbol
se volvió a armar porque creí que así lo quería él, que
participó de mi ilusión al comprarlo. Y así también se hizo en los años
sucesivos.
Sinceramente, este año la Navidad no me sorprendió con
deseos y energías como para bajar las
enormes cajas, armar el rompecabezas de sus tramos, estirar una a una sus
numerosas ramitas y llenarlas luego de adornos y luces.
Pero junto al dolor y al cansancio del paso del tiempo
una nueva vida llegó a la familia. Entre tanta cosa mala el 2020 me regaló algo
hermoso: una nieta. Y ella amerita su primera foto navideña junto al árbol.
Y allí está en el living de casa, alto… majestuoso… resplandeciente… rebosante de
dorado pero con un corazón rojo entre las ramas que simboliza el recuerdo y el
amor que la muerte no puede robarse…
Si…allí está… con mi esfuerzo de dos días …. Y desde
allí generará una nueva postal de Navidad, mi postal 2020 que será mi imagen junto al árbol del corazón rojo,
pero con una beba en brazos.
Aún así llevo en mi corazón todas las postales que imprimió
la vida. Ellas no brillaron con un gran árbol pero dejaron mucho en mi corazón.
Doy vueltas las hojas del álbum de los recuerdos y aparece la humildad del rancho del campo, la del árbol con una rama natural
robada, la del arbolito blanco, la de los otros árboles, la de los abuelos, la
de mis padres, la de una Nochebuena donde se abrieron las puertas de terapia para
besar a mi papá en su última Navidad, la
de los tíos y primos, la de mi compañero de vida, la de mis hijos niños…
Creí que llegaste tarde árbol de mis sueños… pero en
este Adviento descubrí que aún hay tiempo… ¡Tiempo para imprimir en colores
brillantes una nueva postal de Navidad 2020!
AUTORA: Rosario Buncuga
Peyrano (Santa Fe – Argentina)
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