Jacinto había asistido a las clases del conservatorio después de haber juntado, con mucho sacrificio, monedita tras monedita. Cuando tuvo necesidad de un instrumento propio para continuar, no pudo adquirirlo.
El vecindario se burlaba de sus aspiraciones por considerarlo un sujeto raro, anodino. Decían que se movía como un muñequito y al verlo pasar, sin disimulo, intentaban descubrirle algún recurso de juguetería.
Cuando el muchacho aceptó la certeza de no disponer de una herramienta musical, se concentró en buscar la música. Siempre la había escuchado por todas partes, no sabía de dónde venía, hasta que, de tanto moverse para encontrar, se dio cuenta de que estaba dentro de sí mismo, por lo que, metiéndose en su interior, halló primero las voces del violín, después las de la flauta, luego las del piano, la tuba y así la de todos los instrumentos que integran una orquesta como también los tonos, los tiempos, las modulaciones.
La resonancia de su cuerpo empezó a invadir su habitación con adagios suaves como caricias, allegros animados, scherzos ligeros, prestissimos en incontenible carrera. Cuando ese espacio quedó colmado de sonidos y no alcanzó para contener más, salió al barrio y lo llenó de júbilo.
Los vecinos, maravillados, le seguían cada cual portando algún instrumento para que Jacinto lo ejecutara, pero ya era tarde. Él, calle arriba, empezaba a elevarse asido a un pentagrama de cinco líneas negras que llevaba dibujadas una clave de sol y otra de luna.
AUTORA: Beatriz Barsanti
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