Cada vez que se sentaba junto a él, una corriente fría recorría su espalda, tan fría como sus manos sudorosas apoyadas en las teclas.
Le molestaba también su viejo olor de madera encolada y laqueada mezclado con el de la naftalina que su madre colocaba para que la polilla no destruyera los paños.
Y así, entre manos transpiradas y perfume detestado golpeteaba melodías hasta que el estridente sonido del despertador le gritaba : “Misión cumplida, eres libre”. Cerraba con fuerza esa boca de nácar, tomaba un vaso de agua para saciar su sed y a los saltos bajaba las escaleras que la conducían a la vorágine de la calle a derramar su alegría.
Pero un día esa sensación de rechazo cambió. Su madre alquiló el piano a un concertista checo que había venido a la ciudad para cursar una beca que le había otorgado el Conservatorio Provincial. Como él vivía en una pensión, acudió presto al aviso pues necesitaba practicar.
Martina lo vio e inmediatamente se enamoró del joven y la música que ejecutaba. Él no fue ajeno a los sentimientos y respondió con la misma pasión con que ejecutaba el instrumento.
El viejo piano, así, cambió viejos olores por el perfume de flores que traía el pretendiente y vahos de restos de un malbec frutado que denunciaba la copa abandonada entre el clamor de besos y caricias.
Y el frío de antaño se convirtió en calor sofocante y las manos que golpeaban con determinación esas teclas clamando misericordia, ahora eran partícipes de un apasionado amor.
Mendiolaza (Córdoba- Argentina)
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