Había ido al cumpleaños de Atilio, el padre de Viviana, su compañera de trabajo. En cada sitio, junto al plato, unas palabras meditadas, mágicas recibían a los comensales. Sentada en la reposera del jardín, Luisa meditaba acerca de esa frase que la noche anterior estaba en su servilleta. Aspira con los ojos cerrados y puede identificar en el aire la mezcla de los olores primaverales junto al de algún automóvil fuera de punto que pasa por su calle, también el del pan recién horneado de la panadería cercana. Y sí, su barrio tiene ese encanto. La idea de que esa frase tenía para ella un gran significado no la abandonaba.
Hacía dieciocho meses encontró a Santiago por casualidad en un recital, luego fueron a tomar un café, a contarse de sus vidas. Allí, un piano con una rosa sobre él le marcó el encuentro. Fueron novios en la facultad pero luego ella se mudó de ciudad y no volvieron a verse hasta ahora. Ambos se habían casado, aunque él no tiene hijos y está separado. Ella es viuda con una hija adolescente, Cecilia.
A pesar de los muchos años que habían pasado, la pasión estaba intacta entre ellos. Sus miradas los recorrían con ardor y apuro. No volvieron a separarse. Luisa dedicaba muchas horas a sus tareas en el Molino Harinero de capital inglés, sus jefes valoraban su empuje y creatividad, pero desde ese encuentro tuvo otra prioridad. Además Santiago disponía de su tiempo con mucha libertad. Solo faltan tres meses para el verano y él quiere viajar al Caribe. Por eso meditaba en la frase “El amor crece cuando se comparte”. ¿Debería dejar todo y acompañarlo, cómo se lo pide?
Se
levanta con la taza de café en la mano y va a la cocina. Cecilia apura los
últimos sorbos de su desayuno para salir corriendo rumbo al club.
___-Hola Ma, ¿viene Santiago hoy?
----No, parece que tiene que atender unos
clientes extranjeros y por unos días no
lo veremos.
___Entonces podríamos ir al cine,¿ te parece?
-----¿A qué hora ?, porque no puedo
desocuparme antes de las siete.
____Para mí está perfecto, nos vemos -le dice
mientras le tira un beso.
A las siete y cuarto Luisa toca la bocina desde su coche, Cecilia no aparece. Qué estará haciendo?, se pregunta la madre. Con sorpresa descubre que está en su habitación encerrada, no le abre. Luisa se preocupa mucho e insiste. Cuando la joven por fin decide mostrarse la ve pálida, con los ojos rojos de mucho llorar, denudada. Se arroja en sus brazos, la abraza con fuerza y balbucea pero por el llanto no entiende nada. Trata de calmarla acariciándola mientras su alma está en vilo, temiendo escuchar lo que le ha pasado. Luisa no imaginaba que Cecilia lloraba por ella.
Antes de ir al club fue con un grupo de amigos a tomar algo al bar del hotel top de la ciudad y allí encontró a Santiago muy acaramelado con una cantante de moda. Él tenía en su mano una rosa que puso sobre el piano mientras la acariciaba. Evitó que la viera ocultándose detrás de Tomás el hermano de su amiga. Fue éste quien le dijo. ”Pero si ese es un gigoló, incauta mujeres poderosas, y luego de sacarles todo lo que puede las abandona”.
¡Su mamá estaba tan ilusionada! ¿Cómo se lo contaría? Luego de un rato, cuando ya sus palabras salieron claras pudo decírselo. Un silencio absoluto reinaba entre ellas, las invadió la tristeza. Ahora la hija acunaba a la madre.
Comprendió muchos cabos sueltos a los que no dio importancia. Ella estaba dispuesta a dejarlo todo por él, la mujer eficiente, poderosa, activa se derrumbó. Por muchos días se recluyó en su habitación, no atendía a nadie. Cecilia, preocupada, la dejó hacer su duelo sin descuidarla.
Una mañana, Luisa se arregló, abrió la
ventana, una suave brisa acarició su rostro, suspiró profundamente y la frase
del cumpleaños volvió a su recuerdo. Ahora la comprendió “solo puede crecer
aquello que es compartido”. Esa mañana entendió que lo que había crecido era el amor entre ella y
Cecilia. Salió a la vida, a la rutina, al trabajo, a renacer.
Se miró en el espejo, pero no vio su figura,
su mirada atravesaba el espejo, otro espejo tras otro, infinitamente. En cada
uno una distinta: fuerte, luchadora, traicionada, derrumbada, querida,
invencible. Y así salió.
Llegó a la oficina con una incipiente sonrisa,
con empuje. Al abrir la puerta
lo encontró esperándola con la flor en la mano. Sus ojos se llenaron de ira,
destellaban. Lo contempló un rato y luego, sin permitirle ninguna explicación,
lo echó de su oficina y de su vida, posando sobre él todo su desprecio.
AUTORA: Alicia Igarzabal
Rosario (Santa Fe- Argentina)
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