La muchacha pasaba caminando cada mañana
por esa misma vereda, la de la casa abandonada. Era una gran mansión señorial
del siglo XIX, con ventanales altos,
aunque ya sin vidrios, que alentaban a las malezas a entrar sin pedir permiso.
Pero un día, la joven se detuvo, al
escuchar el sonido de un piano que, aparentemente, provenía del interior. Miró
por entre la verja de entrada, pero no percibió movimiento alguno; sin embargo,
la melodía se seguía escuchando. Continuó caminando lentamente, hasta alcanzar
la esquina y dobló, para ver si del otro lateral divisaba algo. Pero nada. Ella
sabía que hacía décadas que nadie habitaba ese lugar. Pero también sabía de los
rumores de ruidos extraños escuchados en algunas ocasiones. Decidió entrar para
verificar qué estaba ocurriendo; era una aventurera innata y no se perdería la
oportunidad. Volvió sobre sus pasos a la entrada principal, una gran puerta de
hierro verde oxidado, la empujó y ésta se abrió inmediatamente. Luego, subió
los escalones que conducían a la puerta de ingreso y accionó el gran picaporte
que, en un tiempo, debió haber sido dorado; se desconcertó al ver que también
estaba abierta. Ya desde el hall de acceso, donde una importante escalera de
mármol dominaba el lugar, podía ver que la casa literalmente se venía abajo;
las paredes descascaradas, las telarañas colgando, escombros por doquier… Pero algo llamó su atención: la melodía que
escuchaba, provenía desde otro sitio, detrás de una puerta doble que empujó sin
dificultad. En el instante que cruzó el umbral, la música se detuvo, y pudo ver
un vasto salón con un piano que se destacaba entre las ruinas. Cuando se
acercó, descubrió una partitura sobre el atril, una rosa roja recién cortada, y
una copa de vino volcada, como si alguien la hubiera dejado allí solo un
momento atrás. La imagen era insólita en medio de la decadencia de la mansión. Asustada,
salió corriendo, y decidió regresar a su casa.
Esa noche, buscó información sobre la pieza
musical que había encontrado sobre el piano; era una sonata compuesta por
Rudolph de Weber, a mediados del mil ochocientos. Se acostó pensando en la
situación; quizás era su imaginación, en la ciudad había muchos de esos
palacetes de principios del siglo pasado con misterios detrás. Sin embargo, tuvo un sueño que la perturbó
aún más. Ella se encontraba en ese mismo salón, el del piano, con un vestido de
época, acompañada por un apuesto caballero que, mientras tocaba, la miraba
embelesado. Las notas invadían el lugar, y ella se sentía embriagada de
felicidad. La melodía era la misma que ella había escuchado en la casona. Alrededor
suyo, otras parejas danzaban disfrutando de la fiesta, que parecía ser muy
importante. De pronto, el apuesto hombre dejó de tocar, cogió una rosa que estaba sobre el piano y se
la obsequió. Ella la tomó por el tallo y una espina rozó su pulgar, produciendo
una herida sangrante. El hombre besó su dedo lastimado y le dijo: No permitas que la destruyan… mientras
secaba la sangre con un pañuelo blanco que había extraído de su bolsillo.
La joven despertó con una sensación muy
extraña, y con algo que no podía explicar: su dedo estaba sangrando. Las dudas
la invadieron. ¿Qué había querido decir con esa frase? Esa misma mañana, se
dirigió a la mansión buscando respuestas, pero la zona estaba cercada, y no
permitían que nadie se acercara a la vieja construcción. Ella se abrió paso
entre la multitud hasta llegar a un grupo de hombres que, aparentemente,
estaban a cargo del operativo.
Allí le informaron que demolerían la casona
para construir una torre de departamentos, que la misma había pertenecido a un
famoso pianista austriaco que se suicidó por un amor no correspondido, dejando
sobre su piano una sonata escrita para su amada, una rosa roja, y una copa de
vino con veneno, que había sido el causante de su muerte.
Ante esta situación, ella preguntó si podía entrar, alegando
que el día anterior había estado allí, y había visto el piano, la rosa y la
copa. Eso era imposible- le dijeron- ya que la casa estaba completamente
vacía y sin mobiliario desde hacía años, y nadie había encontrado ningún piano,
ni la rosa, ni la copa de vino… Lo único que hallaron al entrar, fue un pañuelo
blanco con manchas de sangre fresca.
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