…para acrecentar la prosperidad de ese sobrenatural
soberano que reina sobre todos nosotros, cuyos dominios son ilimitados, y cuyo
nombre es «Muerte». (Allan Poe,
Edgar, El Rey Peste).
De todo se había imaginado el joven Bastián, menos
que le tocaría ser protagonista de una aventura parecida a las tantas que
Fabricio, su amigo y mentor, le contaba en las largas noches de vigilia que
ambos compartían, cuando prestaban guardia en el campamento. Todo sucedió tan
rápido que la memoria apenas se entrenaba en los recuerdos.
Enrolarse en el Kingstep fue una medida
desesperada. El tedio, la ambición de un plato de comida y un lugar en dónde
dormir, fueron suficientes argumentos para aceptar convertirse en filibusteros.
Jamás pensaron que aquel viaje sería el primer paso (o el último) hacia ese
destino por el cual, la mayoría de los hombres de su condición, se juega el
pellejo, creyéndolo inexorable: encontrar el cofre de Davey Jones.
La tormenta fue brutal. El Kingstep, su
capitán, Fabricio y toda la tripulación, desaparecieron bajo el enfurecido
oleaje; solo Bastián logró alcanzar las playas de aquella isla, por la
protección de no se sabe qué dios y la suerte de haberse alejado en uno de los
botes, antes de que la fuerza de succión se lo tragara. En la playa, empujados
por la marea, varios cajones de madera yacían medio enterrados, como un tesoro
indeciso. Bastián entendió las señales y supo que, a partir de ese momento, el
destino lo encaraba y que no tenía otro camino que asumirlo, al igual que su
soledad.
Con la brújula que Fabricio le había regalado
el año anterior (por su cumpleaños número quince) y un poco de provisiones,
halladas en una de las cajas, Bastián se adentró en la isla con la intención de
elaborar un mapa y confrontarlo con los recuerdos de anteriores viajes y las
historias de su amigo.
Comenzó la exploración a primera hora, cuando
el sol aún no adquiría su curvatura luminosa, y era apenas una raya anaranjada
en el horizonte. La frescura de la brisa le recordó las manos de su madre,
cuando lo despertaba en las mañanas “arriba, dormilón o no quedará pan
para ti” decía ella, muy segura de que la amenaza sería suficiente
para hacerlo saltar de la cama. No había pasado tanto tiempo… ¡aún dolía
demasiado!
Un sonido de agua, diferente al de las olas,
obligó a Bastián a acelerar el paso. Se encontró con un estuario. El río,
intentando penetrar en el mar; las olas, devolviéndolo con fuerza; era como un
abrazo estrepitoso, precedido por una pugna justiciera donde los vencedores
nadaban sobre el verde pasto marino o descansaban entre la maraña de manglares.
¡Hermoso espectáculo! —pensó Bastián—. Por el ángulo del sol, el joven calculó
que serían como las nueve de la mañana. Se adentró entonces en la isla, con la
idea de vadear el río, donde la corriente estuviera más tranquila. Pronto
avistó un pequeño macizo de colinas y, previendo una fatigosa jornada de
ascenso, decidió que era mejor descansar, hasta que el sol descendiera. Se
tendió bajo la sombra de un árbol, bebió un poco de agua y se dejó vencer por
el sueño. Cuando abrió los ojos, en derredor suyo, un grupo de aves, parecidas
a las cigüeñas, tenían ¿una conversación?: ordenadamente, sin interrumpirse,
emitían un sonido parecido al de las castañuelas. Bastián estaba atrapado por
un montón de lianas, anudadas a manera de nido, que le dificultaban el
movimiento. Sintiéndose como un gusano, a merced de sus captoras, fingió dormir
hasta que el sol se hundiera en el horizonte. Aprovecharía la noche para
zafarse. ¡Idiotas cigüeñas! ¡No saben que llevo un cuchillo amarrado al
cinturón! —pensó divertido.
En medio de la oscuridad, pero con un cielo
inundado de destellos, Bastián devolvió sus pasos, siguiendo el sonido del río.
Una vez alcanzó el estuario, decidió regresar al punto de partida y retomar la
exploración por el otro lado de la isla. Recordó haber visto, en uno de los
cajones, varios rollos con mapas. Pensó que, a lo mejor, uno de ellos podría
ser el de aquella isla y le sería fácil comparar los trazos; además, la referencia
del estuario sería definitiva.
En efecto, su intuición no lo engañó: se
hallaba en Destiny’s Island donde, según la leyenda, Red Demon —el sanguinario
pirata—, enterró el cajón de Davey Jones, después de haberlo rescatado del foso
del Kraken.
—¡Puras tonterías! —exclamó Bastián—
¡Embustes… meros embustes!
El tan tantán de unos tambores lo sacaron de
su monólogo. Levantó la vista y vio varios anillos de humo elevándose al cielo.
Provenían de lado oeste de la isla donde, según el mapa, quedaba la costa de
los caníbales...
AUTORA: Yanet Helena
Henao Lopera
Medellín (Colombia)
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