Había finalizado la guerra y los que sobrevivimos al horror, el
holocausto, y la miseria humana, volvíamos a casa, éramos los sin patria.
¿Qué era la patria, eso de lo
que tanto había oído hablar a mi corta edad, qué era la patria para esos niños
pequeños como yo?
La patria era un lugar tibiecito donde estaban nuestros padres,
hermanos y abuelos, donde se olía a tortas de limón, jabones perfumados de
pino, donde los jardines cubiertos de jazmines era el lugar ideal para jugar a
la hora donde la siesta de los adultos nos daba piedra libre, eso era la patria
para mí.
Al volver a ella pensé encontrarme con mis muñecas de trapo, los
almohadones tejidos por la bobe, las sábanas suavecitas, perfumadas y secadas
en ese sol rojo que se descolgaba del cielo para iluminar esa patria, mi
patria. Pero la figura que yo tenía de ese lugar antes del abordaje a los
trenes del infierno, ya no existía.
Al regresar a ella me recibió una imagen que no mucho difería de los
lugares donde me había situado la guerra, paredes oscurecidas por el moho y los
bombardeos, techos penetrados por las esquirlas de las bombas, mis muñecas
habían desaparecido al igual que las sábanas bajo ese revoltijo de telas sucias
y raídas, ese lugar que había sido mi patria era la desolación, símbolo de lo vivido.
Pero lo que llamó mi atención fue él, esa caja en estado perfecto junto
a sus teclas blancas y negras donde mi hermana mayor solía pasar las tardes
entreteniendo a la familia, mientras ejecutaba agradables melodías.
Él estaba allí, de pié, entero, plantado como esos árboles erguidos y
orgullosos habiendo soportado los embates de lo peor que nos pueda suceder, la
guerra.
Pero a pesar de ese espanto, él, tal vez había hecho vivir en ese
lugar a ignotos habitantes, un día, o tan solo una noche, una historia de amor,
ya que sobre la tapa del piano yacía intacta en tono y aroma una rosa color
rojo, imagen del amor, una partitura que
dibujaba notas de una melodía romántica descansaba sobre el atril de madera
calada, y una copa con residuos de un vino intenso, que seguramente fueron
protagonistas de los últimos instantes de dos vidas.
Al volver a mirar lo que quedaba de nuestra casa la sentí distinta,
por nuestro piano, la partitura, la rosa y la copa de vino que habrán servido
de marco a dos seres que tal vez estarían buscando su patria antes del final.
AUTORA: Cristina Gioffreda
C.A.B.A. (Buenos Aires- Argentina)
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