Humberto sabía
perfectamente cuánto tiempo llevaba en esa isla desierta (desierta antes de su
arribo, obviamente). Tenía los días, semanas y meses contados en su pequeña
agenda. Lo que ignoraba era la suerte corrida por el resto de los pasajeros de
aquel pequeño avión que había caído al océano, cuando realizaba un viaje
comercial.
Pero este cincuentón
había sobrevivido al eyectarse, aunque, asustado y desvanecido, nunca supo bien
cómo llegó hasta allí. Solo había recuperado unos pocos objetos que llevaba
entre su vestimenta: un estuche con sus anteojos, un par de bolígrafos, una
agenda de papel sin estrenar (sellada por su envoltorio de celofán) y un
extraño llavero del cual se abrían numerosos adminículos (cortaplumas, sacacorchos,
una pequeña tijera, etc.) que le sirvieron como herramientas para sobrevivir.
Al dinero que tenía en su billetera lo recuperó y colocó sobre una piedra para
que se seque al sol. Podría servirle ante un eventual rescate. El celular se
había mojado e inutilizado, aunque poco le importó… Luego de recorrer el lugar
en busca de vida humana y corroborar que estaba solo y aislado, comprendió que no
tendría señal ni electricidad que le permitieran usarlo.
Si Humberto ya se
sentía solo en la civilización (divorciado, sin hijos y con sus padres ya
fallecidos), ni hablar en ese desolado lugar. Pasados unos días había perdido
las esperanzas de ser socorrido. Por eso apeló a sus conocimientos como boy
scout y logró subsistir. Construyó un refugio con piedras y palmas y empezó a
recuperar su deteriorada salud al ingeniárselas para alimentarse.
Pero el infortunado
empresario cavilaba sobre la suerte de sus negocios durante su ausencia. Ni pensar
en lo que podía ocurrir si lo daban por finado. Por ello, en la misma agenda
salvada por el celofán, donde contaba los días vividos en ese remoto trozo de
tierra, comenzó a redactar una carta con su actual situación. Aunque no tenía
la menor idea de las coordenadas del lugar, ni cuál era el país más cercano o
al que pertenecía la isla, comenzó a describirla para que sea ubicada desde una
hipotética vista aérea. Contó que, si bien era asimétrica, tenía una forma
bastante circular no mayor a un par de hectáreas de superficie. Había mucha
forestación, rodeada de un anillo de finas arenas que formaban una extensa
playa, solo interrumpida en el sector del naciente por una baja cadena montañosa
que se perdía en el mar.
En la esquela
narraba que estaba vivo, recordaba la fecha del accidente, la empresa aérea
contratada, sus datos personales y pedía ser rescatado lo antes posible. Pero
olvidó un detalle… No tenía cómo enviársela al resto de la humanidad. Buscó
entre sus precarias pertenencias algún objeto que le sirviera para ese fin,
pero no encontró nada que le garantizara que su carta no se mojaría ni hundiría
en el océano.
Nuevamente volvió a
sentirse muy solo. Carecía de un amigo como Viernes, quien acompañaba al náufrago
Crusoe en una novela que leyó en su adolescencia. Ni siquiera poseía una pelota
de voley, como la de Tom Hanks en un film que había visto en el cine junto a su
ex esposa. Tampoco disponía de la mítica botella de vidrio, protagonista de
tantas leyendas, donde colocar su mensaje. Entendió de cuán poco servía su
dinero si ni siquiera podía comprar algo tan básico y barato.
Así pasaban los días,
las semanas y los meses, siempre marcados en su agenda. Para entretenerse, en la
misma comenzó también a detallar el paisaje que lo rodeaba. Recordó que en su
juventud solía escribir algunos poemas, antes de que lo devoraran los negocios,
y evocó esos viejos tiempos. En sus hojas describió la belleza que tenía esa
selva virgen, con sus habitantes en verde recogimiento, y narró que había
aprendido a diferenciar los trinos que lo despertaban en cada nueva jornada.
Contó cómo el mar, en su agonía de sal, bañaba sus desnudos pies. Comparó al
horizonte con una suave línea que dividía a la azul inmensidad en sendas
mitades, cuando el cielo lucía diáfano…
Llevaba más de medio
año en la isla cuando recobró las esperanzas de que alguien pudiera enterarse de
su situación. Para su sorpresa, el mar trajo a la costa una botella bastante
grande que podía servirle para colocar su pedido de auxilio. La tomó y vio que,
en su interior, había un hermoso barco hecho con papel de diario. Como una
metáfora, sintió que ese pequeño navío venía a rescatarlo…
Con el sacacorchos
destapó el envase. Luego, con dos trozos de finas pero fuertes ramas improvisó una
pinza con la que trató de quitar la artesanía, pero, al no poder plegarla se le
dificultó la misión. Al conseguir que la proa del barquillo asomara por el
pico, la tomó con la punta de sus dedos y la jaló hacia afuera. Forzada, la
embarcación se deterioró bastante pero Humberto consiguió sacarla. Quiso acomodarla
pero varias de las pequeñas varillas de madera estaban quebradas.
Lo que lo atrajo fue
ver que los recortes de periódico eran de una fecha posterior a su accidente. Sumado
a ello que en los últimos meses solo leía lo escrito por él mismo, sintió
curiosidad por recorrer con su vista las fragmentadas noticias que en el papel
aparecían. Allí divisó palabras que ya tenía algo olvidadas: “guerra”,
“atentados”, “contaminación”… Hasta se enteró de la caída de la economía
mundial a causa de una nueva pandemia.
Desencantado,
arrancó de su agenda la carta que había escrito y solo le faltaba firmar y
fechar. Junto a todos sus billetes, la arrojó a un pequeño fogón encendido como
calefacción. Tomó el barquillo y, de la misma desprolija forma que lo había
quitado, volvió a meterlo en su vítreo envase y lo tapó.
Luego, Humberto se
internó algunos metros en el mar y lo arrojó bien lejos. Después, agenda y bolígrafo
en mano, se sentó sobre una piedra…
Dichoso, comenzó a
describir en su propio diario cómo aquella botella se perdía en el horizonte
que dividía a la azul inmensidad en sendas mitades… Y separaba, también, a su
aislamiento de las miserias de la civilización.
AUTOR: Jorge Emilio
Bossa - SAN FRANCISCO (Córdoba - Argentina)
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