Publicado en "Sentate que te cuento"- Ed. De los cuatro vientos- Buenos Aires- 2009
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jueves, 12 de marzo de 2020
"La catástrofe" (De la autora)
El
pueblo debía prepararse. Hace muchos años atrás, un hechicero que habitaba allí
predijo que una catástrofe acecharía a sus pobladores. Esa ominosa profecía fue
pasando de generación en generación como algo que ocurriría en el futuro. Algunos tomaron conciencia que esto
podría afectarlos gravemente y estaban organizándose como podían. Las historias
eran variadas y no pocas muy curiosas. El vecino más rico venía comprando
provisiones y armas de toda clase y las almacenaba en un sótano. Una guerra
podría ser de lo que hablaba el profeta. Tendría con qué defenderse y cómo
alimentarse por un largo tiempo. El
boticario preparaba y guardaba remedios, pociones y ungüentos contra toda
enfermedad conocida y las colocaba en un armario que tenía destinado sólo para
ese fin, cerrado con una llave con la que únicamente él podría abrir. Su salud y la de su familia eran lo más
importante y había historias de epidemias que habían arrasado con generaciones.
A él no lo tomaría por sorpresa. El
dueño de la tienda más grande de la
Villa fue acumulando mantas y ropa para olas de frío o de
calor ya que el clima, según había escuchado, estaba haciendo estragos en
distintas partes del mundo. Por la misma causa, el herrero fabricó novedosas
herramientas para remover nieve, quitar árboles caídos o escombros ante
posibles tormentas o terremotos que destruyeran el poblado. El habilidoso
carpintero había inventado un sistema de puertas y ventanas herméticas que ya
tenía instaladas y protegían contra vientos, inundaciones, fuego o cualquier
tempestad que se avecinara, porque el problema era que no sabían cómo, cuándo
ni de dónde llegaría la catástrofe, sólo una frase los orientaba, “quedarán
solos y aislados”, había dicho el cuestionado vidente. Muchos decían que era un
farsante, otros pensaban que era un visionario. Y aunque ya había muerto, de
una forma u otra, todos creían en la antigua predicción, pero sólo algunos lo
reconocían. Cada uno interpretó a su manera la fatídica frase que se convirtió
en una amenaza latente para los habitantes. La incertidumbre y la espera los
agobiaba día a día, y todo parecía una continua competencia para ver quién
estaba mejor armado, mejor preparado, mejor protegido. Y así, todos iban
encontrando una posible solución a un problema desconocido, lejano y todavía
ausente. El miedo aumentó hasta el punto de no querer salir más de sus casas
para no ser sorprendidos por el misterioso desastre, o no querer recibir a
ningún visitante por temor a que trajera alguna peste. Y con el miedo vino también
la desconfianza y el egoísmo, en un pueblo que antes era cordial y
hospitalario. Con el tiempo y con la obsesión de los pobladores, los hábitos de
la Villa
comenzaron a cambiar. Ya nadie se veía en las calles. Los que salían lo hacían
sólo para lo necesario. Ante este panorama, el más inteligente del pueblo vio
la oportunidad de destacar sus habilidades. Comenzó a trabajar en una máquina
que, según él, solucionaría todos los problemas sin que nadie se moviera de sus
moradas. Consistía en un ingenioso sistema de tubos subterráneos que conectaban
directamente a cada casa, a través de los cuales se podría conseguir lo que
quisieran simplemente apretando un botón desde un dispositivo central y lo
requerido les llegaba en poco tiempo. Así, todos lo vieron como la solución a
sus miedos. Era lo que faltaba para que ninguna plaga, enfermedad o inclemencia
del tiempo los sorprendiera fuera de sus casas. Los hábitos cambiaron aún más.
Ya todo llegaba a través de los novedosos tubos. Todo se conseguía por medio del revolucionario aparato. Ya tenían lo que querían para enfrentar cualquier
desastre: las armas, las provisiones,
los remedios, las herramientas y las puertas y ventanas bien cerradas. Y ahora,
la máquina. El más inteligente no demoró en mejorar las funciones y servicios
del artefacto. Desde su taller manejaba los pedidos, los transmitía, y en un
tiempo muy breve cumplía con todas las demandas de los clientes, que enviaba a
través de los conductos. Y se hizo muy rico. Ya nadie pensaba en la catástrofe.
Los habitantes, despreocupados, siguieron con sus vidas sin necesidad de salir
a ningún lado. Cuando se dieron cuenta ya era tarde. De nada sirvieron las
provisiones del rico, los remedios del boticario, las mantas del dueño de la
tienda, las herramientas del herrero ni las ventanas herméticas del
carpintero. Ya era demasiado tarde. Y ahí estaban todos...solos y aislados.
Beatriz Chiabrera de Marchisone
Publicado en "Sentate que te cuento"- Ed. De los cuatro vientos- Buenos Aires- 2009
Publicado en "Sentate que te cuento"- Ed. De los cuatro vientos- Buenos Aires- 2009
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