El bosque estaba brumoso. Un lodo
pegadizo dificultaba la marcha y la neblina persistente parecía calar los
huesos.
Ella había quedado sola con su madre
enferma. Ya no poseían arroz ni harina. Como era tarde tomó ese espantoso
camino más corto con el fin de tornar más rápido pero el lodo no le permitía
adelantarse mucho. De pronto, una lluvia helada comenzó a caer sobre su cuerpo
delgado. Alcanzó a ver una pequeña carpa de cuero. Hastiada por el
entorno, sin pensarlo, se cobijó allí. Se quedó silenciosa, estrujó su
ropa empapada y entre truenos, relámpagos más la tupida gotera del cielo corrió
hacia su hogar esperando no mojar la mercadería.
Aún su casa estaba distante y comenzó
a sentir que el lodazal la chupaba sin permitirle dar un solo paso. Comprendió
e inmediatamente arrojó lejos de sí las compras que había realizado. Se tomó de
la rama baja de un árbol, sintió que sus pies se elevaban, pero el gajo se
rompió. Entonces, se arrojó sobre el barro para que su peso fuera repartido en
una mayor superficie. Vio una raíz y se tomó de la misma. Al mismo tiempo, un
olor nauseabundo penetró por su nariz y una mano enérgica comenzó a tironearla.
Lo hizo hasta que la sacó. Ella quedó tendida sobre el suelo mojado. Cerró los
ojos y de pronto, en un segundo, sintió el peso del hombre, percibió que la
penetraba aprovechando su ropa desgarrada. Él no habló, la cubrió con el
hedor de quien nunca se baña y se puso de pie.
Sin fuerzas, se quedó en el lugar pero
las mismas manos férreas que la habían sacado del peligro, ahora después de
violarla la desnudaba.
Le dijo que su esposa la precisaba y
se fue llevándose su indumentaria y la bolsa de mercadería.
Cuando pudo levantarse, era noche
cerrada y por una lucecita lejana logró orientarse hacia el pueblo. Llegó y con
un balde lleno de agua, higienizó su cuerpo en el mismo patio.
Nuevamente comenzó a tronar. Sin que
la madre la viese, se vistió en su dormitorio. Luego, encendió un quinqué
porque la energía eléctrica había sido cortada. Se acercó a la enferma y
después de insistir unos minutos, comprobó que estaba muerta.
Hizo preparar el servicio fúnebre y
sepultada su progenitora se quedó sola en la casa. Pasaron unos meses y
comprendió que algo se remolineaba en su vientre al que acarició con ternura. A
esa criatura, ella, le daría protección.
AUTORA: HILDA AUGUSTA SCHIAVONI – Inriville (Córdoba- Argentina)
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