Desde
niña coleccionaba botellas, tenía por las mismas un atractivo especial, siempre
conseguía que le regalasen alguna, o bien las compraba si estaban a la venta.
De ese modo con el paso
de los años había acumulado docenas de botellas de diferentes tamaños, formas y
colores, hacía de esta preferencia un verdadero ritual, las acomodaba sobre
repisas o sobre algún mueble o mesa, las había de boca ancha o menuda, con
tapas a rosca o con apretados corchos, cada día repasaba con una gamuza cada botella,
las volvía a reacomodar por tamaño, por altura o simplemente por el espacio
disponible.
Botellas transparentes,
opalinas, decoradas, grabadas, con incisiones o novedosas etiquetas, la
transparencia u opacidad daban un bello conjunto digno de apreciar.
Por
la noche, cuando la luz de la luna penetraba por la ventana, producían sombras
largas y fantasmales figuras proyectadas en la pared, la planicie de la imagen
eran producto de la sumativa de formas de las que se borraban los detalles y
solo quedaban estampas acopladas, similares a ciudades exóticas con torres y
cúpulas.
También
escribía, sus poemas eran bellos y sensibles, surgían de sus caros
sentimientos, de su particular manera de ver el mundo, desde la profundidad de
su corazón comprometido con la vida.
Su
manera de comunicarse era mediante diálogos interminables con quienes quieran
escuchar sus historias sobre lo que soñaba hallar si las botellas retornaban,
porque practicaba una vieja costumbre que consistía en enviar las mismas con un
poema en su interior en el vaivén de las olas.
Vivía
al lado del mar, tenía un vínculo especial con los elementos naturales de
arena, sol, agua, viento, maravillas que atemperaban su búsqueda de la belleza,
acentuaban su espontánea expresión, por lo que no cesaba de incorporar
nuevos temas a sus poemas.
Botellas, poemas, mar,
una trilogía abundante a sus requerimientos, abonando sus fantasías de regalar
al mundo un tesoro que para ella era parte de si, de su vida presente y pasada.
Poemas que imaginaba
eran recogidos por marinos, navegantes, nadadores, pescadores al otro lado
del mundo hallados en las playas o bien flotando al costado de barcos, botes y
plataformas en los puertos.
Cada tanto, (nadie supo
bien porqué, o qué impulsaba este accionar) Clara seleccionaba una botella, la
limpiaba con premura, también seleccionaba un poema y con mucho cuidado, lo
enroscaba e introducía dentro de la botella, luego como en un ceremonial,
caminaba descalza hacia la playa, miraba con fijeza al horizonte y el ritmo de
las olas, luego calculaba la ola más alta y con un ademán rápido y decidido la
arrojaba, quedaba de frente paralizada mirando cómo las olas la
llevaban al mismo vientre del mar, permanecía hasta que ya no veía más,
prendada, con nostalgia y creo yo también con la esperanza de que llegue
a las manos de alguien.
Otras veces su despedida
era más lenta y dramática, acariciaba la superficie de la botella, la acercaba
a su rostro y la pasaba por sus mejillas, la bañaba con un llanto suave y
silencioso, luego se arrodillaba y la depositaba en la falda de la playa a modo
de que las olas la recogieran.
Proyectarse, eso
deseaba, soñaba con esos anónimos qué hallasen el tesoro, los imaginaba con la
ansiedad de abrirlas y encontrar su corazón en su interior dejados en total
virginidad y anonimato.
Escribía, los
poemas surgían naturales y breves en un pentagrama sin notas musicales ya
que poseían su propia y virtuosa música.
Al arrojarlos y verlos
partir en el universo acuático del interminable cielo-mar turquesa o enrojecido
de madrugadas o venturosos atardeceres, quizás también en días de tormenta y
lluvia, sentía que cumplía un sueño, una promesa como una innegable y auténtica
religión.
Una tarde en que el
océano se mostraba más rojizo que nunca, en que las gaviotas danzaban en
el aire cruzándose con graznidos y aleteos, en el que el poniente espectacular
ofrecía un marco celestial para su ceremonia, Clara llevó la botella al mismo
interior de las tumultuosas aguas sin soltarlas de sus manos, lo hizo y
continúo con firmeza hasta ser atrapada por las olas.
¿EL
viento habla, lo has escuchado?
Porque el viento lee sus
escritos, los pronuncia con verdadero énfasis, los lee y al hacerlo nos
despeina, nos caricia el rostro, seca las lágrimas vertidas acaricia los oídos
en el borde irregular de arena-agua, la sal deja dibujos inspirados junto a
cromadas caracolas esparcidas.
Si
encuentras una, colócala al oído y escucharás las palabras de algún poema
emocionado.
AUTORA:
Mirta Gaziano - SANTA FE capital (Argentina)
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